Ayer participé en un debate de alcance planetario bastante provocador: ¿Con qué personas te irías a la cama?

No iba de sexo la cosa, sino de compartir el colchón con tu pareja, tus hijos, tus hermanos o habitación con un semidesconocido por circunstancias fortuitas. Un hotel sin habitaciones en un viaje de trabajo, por ejemplo.

-Yo no duermo ni con mi marido, dijo L.
-Pues yo compartí habitación con mi hermana una semana y casi acabamos mal…Lo de apagar las luces, la visión de ella en  pijama de franela con un “I love New York” naif que parecía más propio de mi hija… Un horror, relató S.

Confesé que a mí compartir colchón a menudo me lleva derechita al insomnio, pero que me dio mucha pena el día en que mi hija mayor dejó de suplicarme dormir conmigo el fin de semana. Y la enana está al caer, así que de vez en cuando le permito colarse en mi cama y acribillarme los riñones con sus piernecitas inquietas, y me doy el gustazo de pasar la noche en vela acariciándole el pelo y escuchando su respiración tibia y tranquila.

Otra cosa es lo de prestar tu cama. En mi caso recuerdo habérsela cedido a mis suegros una o dos veces cuando tenía suegros, y recuerdo la poca gracia que me hacía y cómo mascullaba camino del cuarto de invitados. Ser invitada en tu propia casa es una extrañeza poco tolerable. Mi cama, mi reino, debía pensar parafraseando a Ricardo III pero al revés y él con un caballo.

Ayer, durante una comida con B., una amiga editora, me habló de una novela protagonizada por una mujer que decide un día instalarse a vivir en su cama. Yo enseguida pensé que no me importaría nada pasar un par de días entre las sábanas, y alternar lecturas, amor, sueño y una tanda de películas de cine clásico. Pero dado que soy incapaz de permanecer acostada más allá de la somnoliencia, el reto se me antoja una fantasía propia de mujer con sueño escaso.

Tu cama, tu sarcófago. Las charlas con tu hermana en la adolescencia, luz apagada y vaso de agua en la mesilla. Esa vez que encerraste a  I. en aquellas camas abatibles de los setenta, y el pobre gritaba como un bicho con la cabeza boca abajo. La cama compartida con tus amigas de la universidad en aquel viaje en el que alguien calculó mal y te viste con otras dos, de perfil en noventa centímetros claramente insuficientes. La cama que crujía en un hotel parisino de Pigalle, con el cabecero más bajo que los pies y el temblor cada vez que pasaba el Metro justo por debajo. La cama king size perfecta para el amor y la tregua, las flores que él te deja en la mesilla.

Uno es su cama y sus contornos. Los tapones para los oídos, la radio encendida hasta que la voz del locutor es un poema susurrante. Dos libros como dos amantes que alternas, casquivana. Una crema, dos cremas, la promesa de un cutis perfecto que no es ni será (tris, tras). Melatonina, Dormidina, Atarax, Vitamina B-12 (??)… Una vela perfumada. El reloj. El móvil. El ordenador, almohadas para todas las posturas. Ventana abierta, siempre abierta. Persiana sin bajar del todo, como guillotina que no ejecuta y permite ventilar las pesadillas. Las puertas del armario bien cerradas. Las zapatillas perdidas al sur de tus pies. El café. Café en la cama. Ese placer.

Uno es lo que experimenta el día de cambio de sábanas. Ese gozo intenso y blanco que cruje y huele a limpio y augura una noche feliz que termina con la cama revuelta. Y eres tú y lo que te pasó mientras dormías. Esa incógnita.