Ayer quise comprobar si había sido infiel en la lista que el hacker de Ashley Madison, la página de infieles cuyo claim reza “La vida es corta, ten una aventura”, ha ventilado al mundo para provocar un terremoto de divorcios, abandonos de hogar, agresiones y algún suicidio.

Pese a que no estoy en situación de ser infiel, reconozco que introduje mi correo electrónico con cierta angustia, como cuando te sigue en la carretera un coche de la Policía de tráfico y crees que te va a parar  y va a pillar un alijo de algo muy feo y muy ilegal en tu maletero aunque te consta que no has pasado de 100 km/h y que lo peor que ocultas es una bolsa llena de piedras sucias que recolectó tu hija en la playa en su diógenes de verano.
Algunos teclearon los datos de todas sus parejas, incluso de aquellas cuyos recuerdos sólo podían aflorar con Carbono-14.
Yo quería averiguar si había sido infiel a mí misma. Pero parece que el sistema no afina tanto. Uno a veces se traiciona y comparte confidencias con quien no debiera. O cena a la luz de las velas y se desgasta en una cita que nunca debió ser. Y luego se justifica con una retahíla de excusas muy baratas para poder dormir a gusto y volver a ponerse los cuernos al otro día.

Creo que los que entraron en Ashley Madison en busca de un revolcón pecaron de ingenuidad. Un infiel, igual que un asesino, no puede permitirse tener cómplices. Ya que engañas, aguanta el tirón. Hasta en la películas más cutres de cine negro el cómplice termina confesando. Y consigue que el espectador repudie al criminal. Para pecar en condiciones, querido pringado, hay que tener valor y tragarse el sapo de los remordimientos (si los hay), disponer de una cuenta saneada para una doble vida que no deje marcas en ningún estracto bancario, contar mentiras con precisión, estar en forma física por si hay que complacer a más de uno (o de una) en una misma noche, inventarse reuniones urgentes en lugares verosímiles, tener buena memoria para no alterar un relato que va y viene… Una trabajera.

Una proposición Indecente

Para poner más emoción a la aventura,  en Ashley Madison se inventaron una aplicación con el reclamo ¿Cuanto cuesta tu esposa? Se trataba de que los hombres (en este caso sólo se contemplaba la heteroinfidelidad) colgaran fotos de sus esposas, las mismas a las que estaban traicionando, para que los demás usuarios votaran cuánto darían por acostarse con ellas en una puntuación del uno al diez. Ignoro si hubiera sido posible puntuar a los maridos dado que la aplicación no prosperó,  y no hay que ser un hacha para llegar a la conclusión de que Ashley es reaccionaria y atávica. Además de insegura como el banco de una película del Oeste. (Eso pese a que en su landing page figura el simbolito de un candado y un “certificado de seguro y fiable“).

Mientras escribo pienso que ahí fuera hay 39 millones de infieles aterrados por si los descubren, urdiendo explicaciones verosímiles de cómo llegaron hasta allí. Y otros tantos millones de víctimas que nunca sospecharon y a las que se les van a caer los palos del sombrajo, como decía mi abuela, cuando descubran que su amor se ha liado con alguien. Y seguramente muchos preferirían seguir nadando en la ignorancia, ese magma calentito, y no tener que enfrentarse a eso tan inquietante que sigue en el guión: ¿Por qué?.

Personalmente prefiero no saber si me pusieron los cuernos en el pasado. No pienso teclear los mails de los hombres que fueron. Allá ellos. Prefiero recordar lo mejor del amor, la confianza plena, aquella intimidad, eso que no se comparte con nadie y es secreto. Un secreto a buen recaudo que no admite hackeos de piratas ni se deja fisgar por otros ojos. Porque tiene paredes de titanio. Y perdura hasta cuando se apagan los chispazos y está oscuro.