En los años setenta, mi abuela se volvió moderna y le dio por comprar sofás de cuero negro, estanterías de cristal y cromados y un mueble bar de discoteca con su ruleta ad hoc, con la que mis hermanos y yo entreteníamos las tardes de tedio. Su afición a la cultura disco no le impedía atesorar figuritas de Lladró, jarrones chinos, enormes televisores y gadgets de cocina que jamás utilizaba. Un totum revolutum mareante y amenizado con los discos de Mari Trini, Julio Iglesias y Maria Dolores Pradera.

Este fin de semana mis hermanos y yo nos dispusimos a vender parte de sus pertenencias a una casa que pronto será de unos desconocidos. J. y yo íbamos haciendo etiquetas, poniendo el precio a los lotes, para evitar tener que discutir por dinero con esos señores que llamaban a la puerta haciéndose pasar por particulares que necesitan amueblar una casa de playa, cuando olían a la legua a chamarileros de tienda vintage de moda que ofrece la miseria que luego venderá a precio de hipster idiotizado por el fashionmundo de la decoración.

-¿Te acuerdas de cómo se enfadaba la yaya cuando los niños le cogían las figuras de los perritos?
-Sí, ¿y de cuando le dio por comprar la bici estática y la cinta de correr? ¿Cuánto pedimos por ellas, por cierto?

En mi familia somos muy de adornar los dramas con chistes. Unos verdaderos profesionales. Pero debo confesar que mientras rellenaba esos cartelitos con una cifra algo se me rompía por dentro. Estaba traicionando a mi abuela. Poniendo precio a su emoción, al viaje a Moscú donde compró esos cuatro horrendas estaciones de cobre, a su época de metacrilato y plexiglás. A esas tardes de sillón de mimbre y terraza donde hablábamos de nuestras cosas y nos peleábamos porque a ella alguien cercano le caía fatal y no se cortaba un pelo en despellejarlo.

Cuando alguien muere, aunque hayan pasado unos años, su espíritu se queda atrapado en las cosas, ahora lo sé. La inmortalidad podría ser ese estremecimiento que te provoca vender algo que encierra detrás muchas secuencias. Tu infancia, tu juventud, las heridas de guerra. Mi abuela, de la que me acuerdo todos los días, era una mujer de mundo que un día se encerró en su casa y se negó a salir más. Entonces sus objetos cobraron vida, la abrigaron, y aunque ella fue perdiendo el interés jamás nadie osó sugerirle que quitara alguna figurita del horror vacui de una estantería o que tirara ya el poster del Papa Juan Pablo II a la basura.

Sus objetos eran su forma de enraizarse en un mundo que ya había previsto abandonar. Y que contemplaba desde un sillón retapizado que, desde que murió, nadie ha movido y que mi padre, inmediatamente, convirtió en su favorito cuando se trasladó a vivir a esa casa

Creo que él se sentía, se siente, menos huérfano allí sentado. Y hace unos días, cuando nos reunimos para ver qué se haría con las cosas de la abuela, nos advirtió que el sillón y el dormitorio de su madre “no se tocan. Me los llevo yo a donde vaya”. Me pareció conmovedor. Luego nos fue preguntando qué queríamos llevaros cada uno, y prácticamente todos respondimos que nada. El pobre insistía señalando una lámpara, un delfín de cristal: “¿Y esto no te gusta, bruja? “. Al final decidí aceptar el mueble bar de los Bee Gees, una Venus de porcelana y algunas miniaturas. Él, satisfecho, me coló en la bolsa una foto enmarcada de mi abuela de joven con él, de bebé, en brazos. Se le saltaban las lágrimas y a mí también.

Hoy pienso que deberíamos hacer como los hindúes. Buscarnos un Ganges y quemar las cosas de la abuela en una ceremonia fúnebre con música de Mari Trini. Impedir que las manazas de esos violadores de almas toquen nuestros recuerdos, se sienten en los sillones de cuero y escupan sobre lo que fuimos. Reivindicar a mi abuela. Y después ir con mi padre al cementerio y disculparnos por el atropello de estos días de vértigo y nostalgia.

P.D. Además de los objetos reseñados tengo en mi poder un chaquetón de visón -“la pellica”- que probablemente esté podrido por dentro. Lo miro y veo a mi abuela animándome a probármelo hace veinte años: “Póntelo, nena, que ya verás cuánto abriga”.

P.D. Anoche mi hermana me llamó para contarme que, después de ver las fotos de los muebles con un precio se murió de pena y decidió llevarse varios a su casa. No le pegan nada, desde luego, pero cuando se lo contó a mi padre le dio un alegrón. Alguien de la familia había entendido al fin que hay cosas que no se pueden dar ni vender porque son el legado de quienes fuimos, de quienes seremos.