¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No
es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se
parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de
hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final
se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro)”.

Este párrafo mereció que afilara los colmillos y deseara a Ricardo Piglia, a su diario, sobre casi todas las cosas. Reducir la vocación a una manía es un acto de modestia, no de imprecisión. Al fin y al cabo son sinónimos por mucho que la RAE y sus adláteres no lo contemplen. Hacer algo a pesar de (rellénese a voluntad) puede ser una obligación. Hacerlo para poder respirar, para no asfixiarse en el magma confuso de la vida, es una vocación y es un destino.

Arranqué a Piglia del periódico el sábado pasado y luego no lo encontraba. Lo busqué (mal) con ayuda de Mr Google y tampoco tuve suerte. Hoy viene a mi encuentro aún con legañas, y ya no pienso bajarlo de mi grupa. Una vocación es eso irremediable que uno haría aunque no lo pagasen, aunque hubiera mil tentaciones atisbando su sombra.

“Podría por ejemplo contar mi vida a partir de la repetición de las conversaciones con mis amigos en un bar. (…)”. escribe. Le diría que los bares son caladeros sin control de autoridad costera. Sólo hay que estirar las orejas y fingir que tomas una caña o consultas el wasap. Al escritor no le ocurren casi nunca cosas extraordinarias. Lo extraordinario es la mirada que proyecta sobre ellas. Las palabras que pone al relato de unos hechos casi siempre cotidianos, si no grises.

Sacar diamantes del barro. Limpiarlos cuidadosamente con un trapo de algodón impoluto. De eso hablamos.

“Anoche me emborraché, sin enterarme. Lo supe hoy a la mañana cuando me
desperté con una mujer desconocida en la cama. “Hola, precioso”, me
dijo, y yo la miré (era rubia de ojos claros y tetas grandes) y le
pregunté: “¿Vos de dónde eras…?”. Se ofendió y se fue, de modo que no
pude saber cómo se llamaba. Tengo recuerdos fugaces, el taxi o el
ascensor, la almohada. El resto es silencio. Los recuerdos se borraron
como si estuvieran escritos con lágrimas”.

Los escritores también se acuestan con rubias desconocidas de tetas grandes. Elegantes o vulgares. Como los albañiles, los plomeros o los vendedores de pólizas de muerte. Seguro que también tientan con morenas, aunque el imaginario de ese tono dé para menos fantasías. El escritor puede ser un seductor que te embriega con palabras y cree que sólo por eso puede llevarte al huerto. Un feo bienhablado tiene mucho que ofrecerte, convengamos. A menudo elijo irme a la cama con un buen libro en lugar de con un guapo sin discurso. Soy rubia y no desvelaré mis medidas de busto. (Una letra+dos cifras=casi literatura).

Me gusta el género memoria, diario personal, lo he dicho a veces. Me da igual si me miente, quién no transforma su vida en una hazaña cuando se sabe visto y observado. Recuerdo con pasión aquel “Confieso que he vivido” de mi yo adolescente, también las memorias de Gerald Brenan o el diario de Amiel. Aún no he comprado el Cuaderno Gris, pero ya de paso me haré con la última entrega del de Gil de Biedma, ese que pidió a su editora no ser publicado hasta veinte años después de su muerte. Creo que voy a reservar una balda de mi Taj Mahal a los libros del Yo. Así los llamaré. Al fin y al cabo el escritor se pasa la vida cavando sobre sí mismo, sus huesos y sus vísceras, para construir, para construirse. Y a algunos se les nota cuándo dejaron su cantera exhausta. Y ya no dan más de sí, y se repiten. Y puede que un día pierdan su vocación, esa manía. Y no se me ocurre nada más dramático, ni siquiera una ópera de Wagner. O un Telediario.

Y el colofón se lo dejo a ella, a Lorrie, con la venia:

“Primero intenta ser algo, cualquier otra cosa. Estrella de cine /
astronauta. Estrella de cine / misionera. Estrella de cine / maestra
jardinera. Presidente del Mundo. Fracasa horriblemente. Es mejor si
fracasas a una edad temprana, por ejemplo, a los catorce. Una desilusión
temprana, crítica, para que a los quince puedas escribir largas
oraciones en forma de haiku sobre los deseos frustrados. Es un estanque,
un cerezo en flor, un viento peinando las alas del gorrión rumbo a la
montaña. Cuenta las sílabas. Muéstraselo a tu mamá. Ella es dura y
práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que podría tener una
amante. Ella cree que hay que usar ropa marrón porque disimula las
manchas. Ella mirará brevemente tu texto y luego otra vez a ti con la
cara vacía como una galletita. Ella dirá: “¿Por qué no vacías el
lavavaplatos?”. Desvía la vista. Mete los tenedores en el cajón de los
tenedores. Accidentalmente rompe uno de los vasos que te dieron gratis
en la estación de servicio. Este es el dolor y el sufrimiento
necesarios. Esto es solo el comienzo”. Cómo convertirse en escritora. Lorrie Moore.