Sándor Márai

“Todo lo que nos quemaba el corazón, de tal manera que pensábamos que no podríamos soportarlo y que moriríamos por ello, o que mataríamos a alguien; yo también conozco esos sentimientos, yo también conocí los momentos de la tentación, poco después de que te marcharas y yo me quedara a solas con Kriztina”. (El último encuentro)

Podría renunciar a escribir una línea más después de hacer leído a Sándor Márai. No tiene sentido talar más bosques para publicar una novela de mierda. Un texto mediocre que no roce siquiera el esqueleto de las pasiones humanas contadas con el esmero preciso y la profundidad de carga sin remilgos formales  del húngaro. Y ahora que ya he sido tremenda y ostentórea, diré que la satisfación de leer una novela tan nutritiva tras meses a dieta de ficción ha sido como postergar un orgasmo hasta el estallido más eufórico, desatado y rutilante.  ¿Cómo puede articularse un libro en un falso diálogo que es un soliloquio donde se repasan todas las pulsiones de la vida: la venganza, el amor, la lealtad, la pérdida, la fidelidad…sin que decaiga el ritmo ni se apague un instante el brillo de las palabras en su aparente sobriedad?. Sin que uno se aperciba de que eso de lo que se habla fue narrado hace un siglo, pero no huele a naftalina ni a ese manierismo florido, decadente,  que a menudo nos depara el relato de lo antiguo.

Nada más contemporáneo que un triángulo amoroso en el que todos se clavan las puntas y se desangran sin sangre (en esa hemorrágia invisible que nadie puede sofocar).  Dice Márai: “Entre dos personas, un hombre y una mujer, las cuestiones relativas al porqué y al cómo resultan siempre miserablemente idénticas”. La clarividencia es una daga maldita. El escritor húngaro se suicidó, naturalmente. Y lo hizo poco antes de la caída del Muro de Berlín (en San Diego, California leo y me parece demasiado luminoso el escenario. Hubiera imaginado un páramo centroeuropeo bien cubierto del manto de la nieve. Un carromato, una rama que acaba siendo horca).

El reconocimiento del fracaso, la toma de conciencia radical del protagonista, la actitud de escucha encogida de hombros del ajusticiado. El ser que asume y asiente mientras la estancia de la mansión se va quedando tibia, y luego helada, y los dos viejos notan el crujido de huesos que es la aceptación del sinsentido; la condena sin muerte. Esa crueldad extrema de no haber sabido estar a la altura de una mujer, la misma mujer, y haber perdido la partida y arrastrar esa miseria 41 años.

Conversaciones pendientes. De eso hablamos. De lo que no dijimos en su día y se necrosó bajo nuestra mordaza. De suturas sin hilo que no sueldan la carne, de resentimientos que amargan el vino. Hay en toda existencia un guión que no se ha escrito, y hay alguien que, de pronto, necesita explicarse con su víctima o verdugo postrado en un sillón, a pocos metros. Y es una forma de morir matando, tal y como plantea Márai, un suicidio sin armas que libera y no alivia, sin embargo.

Todos ansiamos el momento de sentarnos y explicar, cara a cara, que no somos personajes de novela del siglo XX, somos el mismo siglo XX desmembrado y con voces húngaras, quedas, asesinas, que rescatan el dolor del olvido, que tejen una trama de dos que fueron tres, con un cadáver que estalla en carcajadas y es el tercer personaje. Aquel que lo propició y luego se hizo humo. Y entras en brote febril, y tratas de destripar una técnica quirúrgica y exacta. Y subrayas las frases que hubieras hecho tuyas, y de tus personajes. Y alumbras muertos, qué le vamos a hacer. Y aplaudes justo antes de apagar esa luz junto a la cama. Y te sientes pequeña y humilde en la escritura. Y empiezas a amar a tus dos personajes que aún no han estallado, pero tienen espacio y tienen tiempo. Y tienen nombre. Y es una gravidez que pesa tanto como la responsabilidad de no quemar pólvora mojada en un mal gesto literario, un sinsentido banal e innecesario.