Mi agenda me grita que tengo cuatro viajes entre mañana y  dos semanas. Si fuera una ejecutiva de éxito con black card y millones de puntos en mi Iberia Plus le quitaría hierro y recitaría mis modestos destinos -Cádiz, Bruselas, Lisboa, Valaintain…(no lo busqueís en el mapa porque lo he rebautizado yo)- con un mohín displicente de rutina. Muy Up in the air, muy mi vida fluye entre la sala VIP y el restaurante bufet de un aeropuerto donde un entrañable desconocido, que siempre es el mismo, me sirve la ensalada césar con cariño de plástico y esa reverencia profesional que se le reserva al cliente que deja propina y vuelve.

No es el caso. A mí volar me dispara todas las alarmas. El sístole y el diástole. La sangre se me espesa y a veces me pican las manos. No es miedo, llámalo excitación mezclada con una dosis de incógnita y estrés casi traumático. Es miedo, qué demonios, pero tan aderezado que oculta su sabor metálico en finas hierbas. La posibilidad de una turbulencia, pero también de un encuentro inesperado. El anticipo de esa emoción de pisar sobre adoquines de piedra, todos diferentes. De tomar unas cañas en el barrio de la Viña después de rodear el malecón. Conteniendo a duras penas ese impulso salvaje de volver corriendo a este rincón donde escribo y me siento completamente a salvo de cualquier contingencia.

Cuando salgo con mi trolley por la puerta siempre temo haber olvidado algo crucial. Tener que indicarle al taxista, a mitad de camino, que vuelva por favor. Ese pánico al extravío. Así que arranco con una antelación desorbitada. Calculando la probabilidad de un par de sobresaltos. Tener que comprar algo en la farmacia (¿un urbasón?). Que en la puerta de embarque me entretenga un policía. Que mi bolso contenga mercancías peligrosas sin saberlo. Que me quede dormida en una sala mientras despega el avión. Que necesite ir al baño justo antes del despegue y una azafata maquillada como una corista de Pigalle me lo impida. Que a mi lado se siente un tipo mórbido que invada con sus carnes mi frágil humanidad. Que sienta el familiar aleteo de bilis verde y ácida que precede al vómito minutos después de despegar. Que un niño porculero se pase todo el vuelo tocando un instrumento de viento o percusión. Que se me haya olvidado la Biodramina. Que la tenga, sí, pero no pueda tragarla porque no hay agua, y la envuelva en saliva, como tantas veces, y note su amargor avanzar penoso por mi garganta. Y quedarse a medias, en territorio muerte.

Que se rompa el Airbus. Que me rompa una pierna. Que una pasajera rompa aguas.

Me caen fatal los profesionales del viaje. Esos que despliegan el periódico y no pestañean aunque el avión pegue un salto y se estremezca entre las nubes. Pura envidia. A veces he intentado imitarlos y creo que si leo a bordo es para convertir el efecto en causa. Si desarrollo una actividad aparentemente cotidiana -leer a 8000 metros de mi vida- me sentiré como en casa. Mi pulso volverá a su estado calmo. Mi respiración se expandirá, por fin, en lugar de sentir que el aire explota contra las paredes de una caja torácica que encoge como los jerseys de lana virgen al lavar.

Con el paso de los años y muchos aviones he conseguido fingir bastante bien. En uno de mis últimos vuelos, a Burdeos, el destino me sentó junto a un hombre que me confesó su pánico y enseguida sacó de la chistera no menos de cuatro o cinco fármacos para contener la ansiedad y sus derivados (el insomnio, la acidez de estómago, la taquicardia). De inmediato simpatizamos. Rara vez un desconocido se desnuda así frente a una dama, por mucho que la dama sea empática con el miedo y presta a confesar según qué debilidades. 

Aquel hombre y yo diseccionamos nuestros hot-moments aéreos, y fue como allanar el camino a otros temas más íntimos, como los libros que leíamos o los encuentros que nos habían dotado de carácter. Reímos, compartimos cromos y de pronto se hizo el silencio cómplice. Estábamos aterrizando. Me faltó agarrarme a su brazo. Creo que él pensó lo mismo.

Cádiz, Bruselas, Lisboa, Valantain. Esperadme, que ya voy. Juré que este año mi mantra sería “dejar que pasen cosas, que el mapa se despliegue ante mis pies como Cleopatra en la alfombra ante Marco Antonio”. Mi botiquín del espanto ya está listo. Y yo presta a la aventura, a la belleza, a la alegría y a colgarme del brazo de cualquier desconocido  con toda la farmacia en su bolsillo que entiende el pánico como entiende que no todo se explica y que debe ser así.

Y creo que si fuera esa mujer de negocios que acumula millas como sales de baño no disfrutaría tanto los viajes cuando al fin el avión se detiene y el finger es un salvavidas que recojo y ajusto a mi cintura, relajada por fin. Y ese suspiro…