Ayer en la clásica copa navideña de confraternización alguien de otro departamento se extrañó cuando le confesé que hasta los 44 años no había conseguido beber cerveza y que el segundo gin tonic se queda siempre abandonado en la barra, triste como una plañidera sin cadáver. Y medio lleno.

-“Pues no te pega nada, guapa” (con gesto de decepción).

Me dejó bastante inquieta. Me sorprendí argumentando que fui una niña de las monjas y que fracasé estrepitosamente en la asignatura “noches canallas” (por no hablar de la de “seducción fatal”). Para ella, vi enseguida, yo había sido hasta ese instante un prócer de la juerga desatada. Un ejemplar de mujer afterhours que apura los vasos como la vida. Un personaje de ficción que nunca se haría carne como Pinocho. Un bluff.

Entendí que era un efecto parecido a cuando conoces a un actor que te gusta y es bajito, antipático o huele mal. Se te desmonta el mito. Y deseas febrilmente no haberte cruzado con él para seguir soñando. Por eso no me interesa nada conocer a mis hombres fabulados. Prefiero seguir alicatándolos de virtudes extraordinarias. Eduard (Norton), Harvey (Keytel), Colin (Firth) o Kevin (Spacey) son un compendio licuado de sus personajes, y jamás querría contaminarlos con eso tan mundano y anodino que es la real life.

Porque en real life debo ser una mortis.

Colin no te quiero conocer

Así que ayer caí como la Bolsa norteamericana aquel funesto crack del 29 en la categoría mitos. “Vaya mierda de escritora maldita que no pasa de la cerveza”, debió propagar mi colega. Y entendí que mi reputación está en peligro. Porque de ahí a decir “seguro que compra sólo en grandes almacenes y lleva pijama de franela”o  “lo más excitante que ha debido pasarle últimamente ha sido poner el portal de Belén en su salón”, hay un paso.

Recordé eso de que uno es trino. Su verdadero yo, el yo que percibe y el que ven los demás. En mi caso este último debe ser mucho más heroíco que el primero, a tenor del gesto contrariado que compuso esa mujer, que, tras ponerme un cero en categoría alcohol,  procedió a ponerme a prueba en el apartado “hombres”.

-F. era un cañón. Cuando venía a nuestra oficina se nos caían las bragas. (Ella)
-¿En serio? A mí me daba la risa con esa actitud de “estoy bueno y tú lo sabes” (yo)
-Venga, hombre, no me digas que no te subió el listón.
-Pues no, jamía, me daba la risa y además era un hortera. Lo bauticé “el Macuala” (de ma quale idea, la canción de Pino D´Angio)

A ella mi confesión no le hizo ninguna gracia. Apuró su gin tonic y se despidió, imagino que para buscar una confidente con más empaque y sex appeal, alquien que le diera más juego que yo. Pensé que debo hacer algo de inmediato. Convertirme en un mito como Salinger (ya, ya, pero sin grandes ambiciones no hay paraíso). Encerrarme en mi torre de cristal con una Mahou y dar alas al personaje. Militar la misantropía. Fingir que hay un hombre cada noche en mi cama, y no una pila de libros que un día me aplastarán la cabeza o una niña que me forra a patadas las pocas noches que aún solicita cobijo materno.

Pero tras este outing necesario y doloroso debo aclarar, querida colega, un solo punto:  Odio los belenes navideños y no he logrado comprender por qué a un matrimonio soso con hijo, mula y buey se le llama “el misterio”. Como tampoco que un Macuala pasado de perfume haga que se le caigan las bragas a unas señoras hechas y derechas. Por muchos gin tonics que se metan al cuerpo.