“Pienso en la combinación única de autodesprecio y dignidad de mi padre,
su elegancia, su carisma sin audacia, su caballerosidad de otra época y
su torre de trabajo”.

El hijo de Leonard Cohen se ha despedido con un epitafio en el que sobran los lugares comunes. El día después de muerto uno espera frotándose las manos frías, cerúleas e inservibles  el guión escrito por otros, y los cantantes de éxito algún panegírico en prensa como los muchos que se han publicado estos días firmados por expertos en Cohen. Todo el mundo sabe de Cohen, faltaría más. Y hay expertos a patadas. Al final, el éxito radica en que muchos se sientan propietarios de uno y en el fondo nadie te conozca. Inventar un personaje, alimentarlo morosamente a lo largo de los días, de los años, ponerse un sombrero bien calado y fumar con esa concentración suicida de los elegantes.

Autodesprecio y dignidad. O cómo caminar por un alambre. Carisma sin audacia. O cómo ser sin empeñarse en parecer y aglutinar voluntades y conseguir que las mujeres se desnuden en tu cuarto sin que se lo hayas pedido. Y componer una canción sobre la mamada que te hizo una artista maldita en un hotel puesta de heroína o de delirio (tremens).

Y que encima te dé las gracias.

Hablo de la posteridad como postura sexual de kamasutra: de esa tontería  que a un muerto sólo le importa cuando está vivo. No hay más allá pero se nos escapa la ambición de poseerlo como otros ambicionan poseer una parcela en la Luna que no visitarán. Lo único que queda son las palabras (y las obras en contadas ocasiones. La omisión es pura muerte anticipada). Todo aquel que escribe cincela malamente su nombre en una de esas cumbres de la Luna que ayer lucía descarada y procaz como groupie desmelenada en un concierto.

Roberto Bolaño

Madrid alborotada celebraba mil eventos, porque el Otoño es pródigo en estrenos y se derrama. En la Fundación Amberes fui invitada a presentar el libro de Pilar Tena “La Embajadora” (Editorial Roca), junto con Juan Cruz -el hombre en España que lo hace todo y con la pasión desbordada del principiante- y Fernando Schwartz -embajador de porte y  fina estampa, coqueto y bienhumorado-. La autora, en un momento dado, afirmó que la debilidad de los hombres es el sexo. Alguien del público, un hombre extranjero, le preguntó cuál era la debilidad de las mujeres. “El romanticismo”, respondió ella después de un ínterin de duda.

Yo creo que la debilidad del hombre, y también de la mujer, es el poder. Y la vanidad. La posesión -también la física- es un estigma que no entiende de géneros, aunque al hombre se le ha permitido y alentado y en la mujer es la diana perfecta para que otros disparen. Hay quien se lleva a la chica al hotel -y no te miro a ti, Leonard Cohen- para que ella le recuerde su hombría hincada de rodillas en la moqueta de la suite. Hay quien no se reconoce si no es en la pupila del otro, de la otra. Y mejor de rodillas que en decúbito supino. Y correrse visto así es reconocerse.

Hoy es martes y desperté abriendo un Bolaño al azar y estrenando una silla con ilusión de estreno de zapatos en la infancia.  El hombre era un feo que seducía a las mujeres con palabras, con el relato vibrante de chismes, con la mirada huérfana del raro con posibilidades una vez que te arrastra a su motel.

“Cuando Rosa le pregunto por qué la había llevado a un lugar así, el típico lugar al que los ricos traían a sus putas, Chucho Flores, tras reflexionar un rato, le dijo que por los espejos. La manera de decirlo fue como si le pidieran perdón. Después la desnudó y follaron en la cama y sobre la moqueta” (Roberto Bolaño. 2666).

Con mucho menos Leonard Cohen habría escrito un hit. Autodespreciativo y digno. Elegante y cargado de fluidos.