¿Cuántos picogramos de TCA eres capaz de detectar en ese vino?

Ayer, en un curso de cata, pregunté a la enóloga Rosa Villar Llorente cómo desenmascarar a un esnob que se las da de experto. Hablamos de esos que arrugan la nariz ante la detección de una nota de olor a armario de abuela, de cómo el hipsterismo ha invadido también el mundo del tinto y el blanco, y de por qué a las señoras les da por echar un hielo a botellas de 30 eurazos y se quedan tan anchas.

Yo de vinos no entiendo. Vaya esto por delante.  Pero disfruto el instante de calor que me proyecta y me aligera al atisbar el borde de la copa. Aunque me siento incapaz de detectar el regaliz, la naranja amarga, el coco, la grosella o el recuerdo a chupa chups Kojak como la experta ayer.

Pocas veces me he emborrachado con vino. Enseguida me pesa la cabeza, se me acorcha el paladar y noto que mis dedos van por libre cuando llevo un par de copas. A la tercera confieso, si es menester, que maté a Manolete. Pero todo sin perder la compostura de ¿señora?.

Lo que de verdad me gusta del vino es el vocabulario que lo custodia y lo enriquece. El arte del degüello de botella, el despalillado, el putonio,  el vino de hielo (la existencia de un vino de hielo es como de cuento de hadas), el descenso lento o vertiginoso de la lágrima en la copa, porque hay quien llora de placer y es la antesala. La intensidad, la capa, el carbónico cremoso, sin crujir en estallido, los aromas terciarios del crianza y esos nombres de las variedades que no admiten un acompañamiento mediocre y rebajero: verdejo, macabeo, albariño, chardonney...

Me gusta el velo incógnito del vino, como me gustan los desconocidos que sugieren y no entiendo. Acercarme respetuosa, rodearlos con respeto y reverencia, retroceder sobresaltada si procede. Quedarme a vivir con ellos. Calentar el corazón bajo su manto de estrellas empolvadas. Pero no, no podré presumir en una mesa de conocer una añada, una denominación pequeña, un resabio llamado retrogusto… No tengo una bodega, si acaso botellas sueltas sin orden ni concierto. No tengo buenas copas, y el último escanciador se rompió en mil pedazos. Tengo un buen descorchador que se pega la vida padre por falta de faena, y una caja de vino que utilizo para subir a lo alto de la despensa o como mesilla de cocina.

Así que no soy chic, no soy esnob. No soy una señora, ni una dama. Soy más bien cervecera, y no me duelen prendas. Pero una parte de mí añora el amor al vino que no fue, como se añora al héroe que nunca pasó bajo el balcón con su espada. Y ayer disfruté con esa clase y con esa mujer nada impostada que nos dio confianza para lanzarnos a buscar palabras que tradujeran una fragancia, un éxtasis total, y me dijo que cuando un día, sentada en una mesa, me hinche las narices un esnob, le pregunte por esos picogramos. Y me beba la copa de un tirón.

P.D. En mi ignorancia,  disfruté como loca de seis vinos, sobre todo con un Toro (Pintia 2008, de Vega Sicilia)