Las vírgenes suicidas. Sofia Coppola.

Supimos que las chicas eran mujeres disfrazadas que entendían el amor e incluso la muerte“.  Las Vírgenes Suicidas.

En toda buena historia uno no debe contarlo todo. Basta con provocar una ligera sacudida, una corriente de emoción con sentido en el espectador/lector. Una sensación de que forma parte del juego e intuye sus leyes. Es inteligente, no precisa el detalle. Y agradece sobremanera que el autor haya tenido a bien no desvelarlo. (El gran defecto del cine español es justamente ese. Ser demasiado explícito y torpe de diálogos, hablaba con J. el otro día).

Creo que la gran virtud de la película Las Vírgenes Suicidas, que volví a visitar anoche,  es que consigue lo difícil: crear esa atmósfera de niebla, opresiva, sexual, tan inquietante que explicará el fatal desenlace de entrada conocido aunque de las cinco chicas sólo dos -Lux y Cecilia- estén  definidas (y de manera esquemática. Una desde el erotismo desesperado, la otra desde la pulsión de muerte. Dos caras de lo mismo). Todas, insatisfechas y encerradas en un círculo donde sólo caben ellas, tiradas en esa languidez rubia sobre la moqueta de un cuarto lleno de sofocos adolescentes.

Cecilia la virgen precursora

O sea, que a Sofia Coppola (y no sé si a Jeffrey Eugenides, confieso que no leí en su día la novela, aunque era “el libro que había que leer”) le basta con unas cuantas pinceladas para componer el cuadro, como a los grandes pintores.

“Entendían el amor, e incluso la muerte”. Las fascinación que esos adolescentes del barrio sienten por las cinco hermanas nos ilumina mucho más que los vestidos de fiesta recatados, casi monjiles, de ellas. Un despiste antitético. Igual que la rigidez de los padres – cómo te quiero James Woods, esa secuencia tuya subiendo la escalera y deteniéndote delante de la puerta de tus hijas, para pasar de largo finalmente- es una pistola cargada en la mesilla.

Tengo una historia suicida en mi cabeza. Creo que debo empezar a definirla desde la niebla. No es un guión de cine, no debo diseñar los personajes con las mismas estrategias. Se me ocurre hacer de cada uno un listado exhaustivo de sus rasgos, sus cadáveres de armario, sus tics o su nevera, para luego ir borrando lo que sobre. Pero lo mismo mi técnica es absurda. Quiero que no se entiendan entre ellos, que vayan descubriéndose entre gestos titubeantes que no se expliquen del todo.

Quiero que ella descubra lo que él siente por los ruidos del baño,  por cómo le retira el pelo de la cara, un día, de repente. Por sus zapatos sucios. Por el canario muerto en un rincón de la jaula. (Pero lo mismo son dos hombres, deberían serlo. Aunque temo no acertar con dos voces de otro género y alumbrar un aborto y talar medio bosque tontamente)

Tengo claro -menos mal- el escenario. Cerrado como la casa de esas Vírgenes. Tengo claro -uff- el desencadenante. Una historia real que cabe en un titular de prensa y escuché el otro día. Tengo claro el arranque, el primer párrafo (peligroso, peligroso. Es como empezar una maratón al sprint). Y que debo serle infiel a otra ficción que ya surcaba capítulos sin llegar a convencerme demasiado.”No eres tú, soy yo”, le diré, esa excusa manida del que pone los cuernos o abandona.

(También que debo tirar a la basura unos cuantos libros de mi Taj Majal.  Me estorban, contaminan).

No hay nada más íntimo que hablar de lo que uno escribe mientras escribe. Es un tipo de striptease tan salvaje que roza la biopsia. Entiendo por qué me molesta tanto que alguien se me despelote sin previo cortejo y me cuente su libro. No quiero saber tu historia si no me gustas tú. Es un atraco a mano armada, caballero. Tampoco debes apremiarme para que exhiba la mía. Mejor te muestro el fondo de mi escote, el bajo de mi espalda. Mis dedos sin anillos. Mis pies gélidos. O no te muestro nada.

Desmesura. Conflicto. Cierta dosis de insolencia. Insomnio por posesión (autodiagnóstico poco científico). Un café cada sábado, decido.

¿Para cuándo esa novela? me dicen todo el rato. Trato de ser cortés, pero me cuesta. Hay pocas personas con las que uno se sienta libre de compartir las vísceras en pleno shock anafiláctico. No es elitismo, es pudor. No quiero ser promiscua de palabras (es más llevadero serlo de pensamiento y de obra). Si vomito, te mancho.

El terror a meterse en un túnel oscuro. De eso se trata. Una historia es un túnel sin focos que uno recorre solo, sin más pista que el eco de sus huellas. Calculando como un murciélago los metros que le separan de las paredes llenas de cuchillos que podrían atravesarte (como la valla mortal de la niña Cecilia, empalada, igual que el hijo de Romy Schneider).

Y luego están los frívolos que avanzan por el túnel vestidos de caperucita roja, tralarí-tralará. Y no paran de hablar de “su libro” como Umbral pero mendigos de talento.

Exhibicionismo: De forma o de fondo. Para el primero, le Moulin Rouge (qué decadente, triste). El otro es una enfermedad que sólo indica que lo que ocultas es mucho más que lo que enseñas. Cuidado con desperdiciar adjetivos. Miedo a urdir personajes cojos. Quiero unas vírgenes suicidas, pero ya expertas en la cama o en la tumba. Y a callarse que el túnel con ruido es una trampa mortal que no perdona.

No importa la edad que tuvieran, o que fueran chicas, sólo que las
amamos y que ellas no nos oyeron llamarlas, y aún no nos oyen, desde
dentro de esas habitaciones donde ellas estarán solas para siempre”
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