Voy a señalar con el dedo. Hoy es el día.

Anteayer era feliz (suelo serlo, pero fue en escala richtergozosa máxima) y nada ni nadie podía pincharme el globo. Me parecía que el universo en sus imperfecciones giraba a ritmo delicado y sostenible, que mis piernas avanzando por la acera eran dos tanques incansables y que la justicia poética estaba para ser sabiamente administrada: ahora sí, ahora no.

Por la noche, una conversación telefónica con J. nos llevó a esas personas que utilizan la condescendencia como munición de guerra. Esa tibieza conservada en hiel -formol que exuda el ser humano- de los que en su mediocridad tratan de sobre-ponerse a otros enfriando cualquier vestigio de euforia por un logro. “No está mal, sí, pero…”.  Y, ya puestos, hablamos de esos otros que no emplean el feedback positivo jalesmaten. Pero siempre corren raudos a sembrar de chinas de alquitrán el asfalto florido de la risa.

El reconocimiento no es el halago, señores míos. A ninguna persona inteligente le gusta que le hagan la pelota, salvo que sea más fatua que lista. Pero todos necesitamos escuchar a nuestro alrededor, de vez en cuando, que eso que dijimos era oportuno, que lo que pensamos tenía fundamento, que ese castillo en la arena hecho con pala y con rastrillo a pleno sol es un espacio muy Bauhaus o que nos queda genial un pantalón.

Cierta persona a quien quise solía decirme que mis textos “no estaban mal, pero, bueno, a ver si dejaba de desperdiciar mi talento y me centraba en obras mayores”. Los llamaba “mis fruslerías”. Él mientras tanto, se dedicaba a la dolce fare niente como estilo de vida y fingía ser distintos oficios y ninguno. Yo animaba su búsqueda, por cierto, y luego me dedicaba a reflexionar si lo único reseñable de un escritor es una novela. O un ensayo, si eres intelectoescritor.  Otra persona, entonces amiga, le hacía los coros y sólo comentaba mis artículos cuando no estaba de acuerdo. “¿Has empezado ya la novela?, repetía de cuando en cuando con su mirada censora y autoritaria.Yo jamás dije lo que pensaba de sus creaciones o de sus iniciativas. Sólo aquello que me parecía salvable y positivo.

Añadiré que he crecido en un entorno doméstico donde los espejos eran objetos sospechosos, casi prohibidos, y nadie te decía guapa no fuera que te volvieses creída, así que estaba más predispuesta a fiarme de la crítica que del reconocimiento, por escaso. Sobre todo si venía de alguien que decía quererme mucho. ¿Cómo es que alguien que te quiere va a tratar de fastidiarte así?

Hasta que te das cuenta que si te quieren mucho antes que nada te dirán eso tan bonito, para luego señalar eso otro que podría ser mejorable sin duda porque eres capaz, y está en tu mano.

(Y también me di cuenta -esto ya lo sabía porque es de perogrullo- que una novela puede ser un bodrio y un relato corto una obra de arte.  Buena parte de las que se publican son subterfugios del márketing literario con historias que desfallecen, personajes mal urdidos y todo tipo de desmanes de trama que atentan contra la calidad bien entendida y que un lector bregado y exquisito desenmascara a la primera).

A veces el ¿amor? es un refugio de la envidia, del resentimiento, del complejo de inferioridad.  Ya lo he dicho. Y diréis, con razón, eso no es amor. Y os diré desde luego. Pero existe el amor interesado como existe el amor dependiente, el amor pasional o el amor pegamento Imedio.  A veces nos acercamos a una persona para machacarla. Puro sadismo. A veces un oscuro se aproxima a un luminoso y trata de apagarlo, no de contagiarse con su luz. A veces un glotón se une a otro que no le haga ascos a la comida ni reproches. A veces un macho dominante seduce a una damisela dócil para no levantar de su cuello la bota o el zapato, y olvidar así que es un violento acomplejado.  A veces un artista se casa con la señora de la limpieza para que le tenga a punto los pinceles. A veces una bobita sale a cazar marido y en cuanto lo tiene atado se dedica a rellenar su nada con actividades extramaritales y cremas. Y así.

Crecer es aprender a detectar a los pinchaglobos de turno y neutralizarlos sin que te cueste un disgusto. Abandonar a quien menosprecia, juzga desde una plataforma de presunta autoridad y trata de ventilar su frustración en tu cocina, donde te afanas en cocinar un guiso delicioso.  Y cuando aprendes eso, y aprendes a decirle a los demás lo bonito que es su dibujo de acuarela, el look que se pusieron de mañana o la clase magistral que te ofrecieron ese día te quedas como dios.  Y es alegría.

Y agradeces tu suerte. Y lamentas el destino de tantos pinchaglobos a los que, oh casualidad, no les va demasiado bien en la vida. ¿Por qué será?