Preparo una clase de “Storytelling” para un master de la universidad Complutense y me doy cuenta de que la realidad se me hace bola si no la fuerzo para que me muestre un escorzo más entretenido. La autoficción es el aire que respiro, mi vicio recurrente y mi veneno.

El relato, mi modus operandi, señor juez, y espero que los dioses me perdonen porque en ocasiones llevo las cosas demasiado lejos y bordeo el delito sin huir después a Bélgica o Suiza.

He aquí mi confesión, acaso arrepentida.

Cuando mis hijas me cuentan algo lo hacen rápido porque saben que tiendo a desconectar si el tempo de su historia no es el adecuado. “Escúchame tres segundos seguidos, por favor”, suplican. Y me siento muy mala madre. Una dictadora de las palabras sin bigotillo pero con maneras que no pasarían las normas ISO de una supernanny para progenitoras desestructuradas.

Karl Lagerfeld

“Vale, cuéntame esa serie pero sé breve y ve a lo esencial”. Mi Artista antes llamada Minichuki ha empezado a ser sintética en las cenas: “Ya verás como lo consigo. Un hombre se conecta a realidad virtual y luego no puede salir de ella…”. Venga, sigue, sigue,  la apremio mientras pelo una manzana y levanto la ceja cada vez que la historia se vuelve engrudo.

(Pelar la fruta. De eso podría hablar en un flashback muy evidente en mi clase de storytelling). Cuando éramos pequeños -y también ahora- en las comidas familiares mi madre nos pelaba la fruta. No una pieza para cada uno, sino varias para todos,  de forma anárquica y arbitraria. Así, te podían caer tres gajos de mandarina y medio plátano o un tercio de manzana y dos de melocotón.  Para mí ser (buena) madre es pelar y distribuir los gajos de una naranja a la remanguillé  (incluso a Brontë, que es un perro tan gourmet como trash). Y ser (mala) madre es no escuchar plácidamente lo que tus hijas te cuentan si no se esfuerzan en que sea una historia bien narrada, con ciertas concordancias y riqueza de vocabulario. Que a ser posible no incluya un “mazo” en calidad de adverbio ni un “tronca” como interpelación.

Karl Lagerfeld contó una vez que la velocidad de su verbo, tan endiablada que hace casi imposible comprenderle a la primera, se debe a que su madre apenas le prestaba unos segundos de atención sostenida, de modo que él corría para colar el mayor número de mensajes en el tiempo disponible. Por mucho menos ahora te quitan el carnet de madre o padre ejemplar. Un desatino.

En mi indocumentada familia  -decía- hay fruta a discreción pero no sobremesas comme il faut. Existen previos de cerveza y platos de deliciosas croquetas de jamón y pollo que se asaltan antes de que suene el pistoletazo de salida, pero en cuanto nos comemos la pera o la manzana que nos reparte mi madre se produce una desbandada general hacia sofás, alfombra o camas. Somos una versión menos diogénica de “Muchos hijos, un mono y un castillo”, el documental de los Salmerón que arrasa en todos los festivales de cine. Esto que sería una grosería en otros entornos y que desde luego sorprende a los novios cuando lo viven por primera vez, para nosotros es una seña de identidad que nos da solidez como grupo. La familia que se desbanda unida permanece unida.

La historia de mi familia, por tanto, es la de unos rapidillos con tendencia a la siesta al abordaje que comen croquetas de jamón y porciones de frutas mientras hablan deprisa para evitar que el otro desconecte por tedio. “Otra galvinada”, suelen reprocharnos. Así podría empezar un relato, enumerando las galvinadas en un tono neutro, aunque tengo otras mejores. Pero se ha pasado mi tiempo y deberíais estar ya mirando hacia otro lado. Hacerse un Lagerfeld, lo llaman. Y no seré yo quien se ofenda…

PD. Huelga decir que soy incapaz de tomarme una pieza de fruta entera…Daños colaterales.Y que tal vez comience mi clase pelando una naranja y repartiendo gajos a mis alumnos. La magdalena de Proust.