Nick Cave

“Entiendo que siempre habrá quien diga que intentar analizar el concepto de grandeza, tal y como yo he estado haciéndolo en estas líneas, es un acto bastante infructuoso“. “Los restos del día”. Kazuo Ishiguro.

Yo me referiré, si acaso, a la ausencia de grandeza. 

Creo que con los años uno espanta complejos e invoca temores como corsés de mármol o de cemento armado.  

A mí me da miedo quedarme sin ojos. Ya lo he dicho. Tendrán que raspármelos otra vez con Scotchbritte, y eso que puse mis consabidas velas de superstición en San Isidoro, antes de dar buena cuenta de los manjares de siempre en la Plaza de Fontán y en la de Trascorrales. Lo cortés no quita lo valiente, y quizás debería poner velas al dios de las zamburiñas o al de los boquerones en vinagre con salmorejo y dejarme de inciensos y de iglesias vetustas con imaginería del siglo tal o cual.

(¿No temes al anisakis? pensaréis con razón.  Pues no tanto como para meterme los dedos en la boca ni para abjurar del ajo con aceite de oliva virgen extra de primera prensada que acompaña el manjar).

También temo, es un miedo común, casi vulgar,  que mis hijas vayan solas de noche por la calle. O se pierdan. O se mueran. Ayer soñé que mi Artista antes llamada Minichuki caía a las vías del tren o era empujada, ya no sé. Yo gritaba a la conductora del tren, que no entendía mis gestos desesperados y tomaba un bocadillo de caballa con pimiento.

Las pesadillas tienen el buen gusto de irse deshilachando en segundos, minutos, horas. (Es decir que puede que el bocadillo fuera de lomo, o que no hubiera bocadillo). Luego te queda el barro, sabor a algas podridas en el velo del paladar, allá donde los gritos se estrangulan.

Me da miedo -pavor, diría- el Fanatismo. Ese caldo de azufre que atrae sin remedio a  los descerebrados (y descerebradas, paridad del desencanto) que se tiran a la calle enarbolando proclamas de odio como ladridos broncos de sabueso de los Basckerville.  Levantan puños, entonan cantos sin conocer la letra ni la música. Escupen a la cara a quien canta distinto. Huyen hacia delante, se lanzan diligentes al precipicio tras la orden de un tipo, de una tipa, que comerá caliente y dormirá a resguardo mientras ellos se inmolan por nada o casi nada a la intemperie gélida.

¿Será gente que lee, que acude a los museos y llora por un cuadro. Que frecuenta las salas de conciertos, que ama y es amado? Siempre me lo pregunto.

Creo poco en la humanidad, últimamente. La estupidez fue reina por un día que ya son unos años, y se hizo carne y acampó entre nosotros. Extraño el gobierno de los mejores. ¿Dónde está la grandeza, señor Kazuo Ishiguro -premio Nóbel- fiel mayordomo Stevens. ¿Qué fue de la cordura?

Estos días vi “20.000 días en la Tierra”, el documental de Nick Cave, y aplaudí reflexiones que hago mías y no canto por falta de talento. La llamada del útero caliente que es la mesa y las teclas de una máquina. La lluvia zigzagueante al salir a la calle, como balas de fogueo con sangre. Los semáforos rotos, los perros vagabundos. Mi Brontë intoxicado esta mañana, los restos de su miseria dispersos por toda la cocina, que recojo sin asco,  cosa rara, invadida de un amor compasivo e inédito,  abundante papel de cocina y bolsitas de plástico que envuelven los despojos.

La voz de Nick Cave es una soga en la garganta con pegotes de tierra. Emoción de fogueo. Ceremonia frutal al borde del abismo que se llama escenario, contagiando a las masas, sacerdotal y bello. Lento como te levantas tras una mala noche, sonámbulo de velas y de frío. Y de pronto el diálogo en el diván con su psicoanalista. ¿Cuál es el primer recuerdo que tiene de su padre? 

Yo os lo cuento, no temáis. El día que le leyó, con voz trémula, el capítulo uno de “Lolita” de Nabokov. Y lo vio muy distinto. Un padre heroico. Un Hombre. (Eso lo digo yo. Asumir a tu padre como a un hombre es plena madurez, ahora lo entiendo. ¿Habré asumido al mío?)

Creo en el poder salvador no de los padres, sino de la literatura, la música, el arte. La bondad inteligente. También la compasión, y el feliz discernimiento. Espero que un día de estos recuperemos todos la cordura, nos caigamos del guindo, apaguemos los móviles y lloremos sensatos los destrozos que hicimos a costa de banderas y desgarros, obedeciendo a tontos con tuitter y un bidón de gasolina.

El futuro es ahora. Cuidado con tirarlo a la basura. Allí donde descansan los restos de la noche doliente de mi Brontë. Descansen en paz, nauseabundos, como ese mal recuerdo de las vías de un tren.

Cristales en los ojos, pero será en semanas. Ya pensaré después.

PD. El veneno ha sido inoculado. Ayer yo misma me escuché insultar delante de la tele. Soez y desalmada. ¿Quién nos protegerá de tanta ira?