Minichuki se ha pillado un virus 24 horas. Uno de esos que te dejan escurrido, enjuto y desmayado en un sofá. Sin más entretenimiento que la tele y la conversación con la pesada de tu madre. A veces los temas más cruciales salen cuando estás sitiado por la fiebre, agotado y sin escapatoria.

En realidad, ella habla todo el rato, salvo cuando se encierra, absorta, en su cuarto con los disfraces. Pero ahora no tiene fuerzas para el transformismo, así que murmura y se pone el termómetro cada tres o cuatro minutos. Ávida de pillar a su cuerpo en un renuncio en la frágil frontera entre 37.5º y 37.6º.

A veces a los 12 años uno pide perdón sin razón sólo para volver a sentirse integrado en el grupo. A mí eso me duele en mi hija porque es una maniobra contra sí misma. Las lecciones de autoestima son las más difíciles. Pero los padres tendemos a temer las de sexo, violencia o alcohol, como si esas fueran las principales amenazas de la vida.

Le cuento que si no te quieren bien debes irte, aunque te duela y se te instale un hueco sordo en el estómago, como si te hubieran hecho el vacío con una bomba y se hubieran olvidado de retirarla. Se encoge de hombros. Le cuento que hay personas que no han sido entrenadas para ser queridas, sino para resistir golpes. Me mira con asombro. Le cuento que la amistad, como el amor, es una carretera de doble sentido. Y que si el otro no mueve un dedo por aproximarse a ti lo mismo has elegido mal la senda. Me mira con ojos interrogantes. Vomita.

Le cuento que esas “amigas” que le invitan a expulsar a otras del wasap como prueba de fuego de la amistad son unas perversas. Le cuento mientras le acerco el tetra brick de suero a la boca que uno no puede jugar las partidas de ajedrez contra sí mismo sólo para que lo llamen maestro (bueno, no se lo digo así de pedante, pero se lo digo). Compone una mueca de asco porque el suero de fresa debe ser repugnante. Le cuento, verás, que en el camino a veces hay que ir dejando personas para concentrarse en los amigos. Pone cara de menuda plasta es mi madre. Corre al baño. Le cuento que ya me gustaría tener su edad para ser su amiga. Porque es divertida, lista como el rayo, noble, original y luminosa. Y se acomoda entre mis brazos con cara de “me lo dice porque me quiere”. Y enseguida me advierte de que su virus es contagioso.

Le cuento mientras acaricio sus rodillas llenas de moratones del fútbol que uno no para de aprender eso de la autoestima, por más años que pasen. Que hay que seleccionar las batallas y dejarse la vida por quien lo merece. Aunque sea difícil, aunque haya que resetear el corazón y los pulmones. Se va quedando dormida.

Asumo que el virus de la falta de amor propio es mucho más letal que el del estómago. Porque a menudo impide querer a otros. Y es contagioso.