Al pasmado conde Otto le han levantado a la chica porque se pasó los años calculando de qué casta provenía. “¿No lo sabe? Es una mujer hecha a sí misma”. En el siglo XIX empezó a haber raros ejemplares de mujeres con charme y con discurso, pero sin pedigrí. Los hombres, a menudo, reaccionaron con esa mezcla de estupor y excitación que paraliza las intenciones. Para cuando Otto quiso dar el paso ella se había ido con otro, un comerciante de éxito,  a disfrutar las mieles de una embajada europea.

Tras rematar anoche el cuentecito de Henry James -al que puse los cuernos varios días con otro- me he dado cuenta de que las mujeres hechas a sí mismas como Pandora Day suelen ser un incordio. Hay muchos condes Otto que prefieren a la discreta señorita en esos círculos de señores con puro que se forman por doquier cuando se invoca al dinero y/o la influencia. Son esos condes que pasean por la cubierta del barco deseosos de ponerte el chal en su sitio, pero no de compartir una partida de petanca o una encendida conversación, eso tan peligroso, salvo que ellos digan la última palabra.

Conste que no me considero un ejemplar puro de Pandora Day ni actúo movida por el resentimiento. Ayer comí con un ex jefe al que aprecio mucho porque era inteligente y porque me dio voz hace más de veinte años en un coro de barítonos y tenores huecos donde las pocas mujeres que había sobrevivían a base de masculinizar sus gestos, en el sentido peyorativo e injusto del término (eran secas, agresivas, poco solidarias y solían invocar al porcojonismo cuando tocaba).

Lo curioso del caso es que mi exjefe siempre pensó que no era santo de mi devoción (ayer me lo confesaba a la mesa) y yo siempre pensé que no lo era de la suya. “Te respetaba mucho y te admiraba, le dije, pero me parecías tan serio y distante…”. Al parecer yo, el último mono de la redacción, también le parecía muy seria a mis veintipocos y hasta una vez me permití decirle que era un pasivo-agresivo.

Pero él me dio pista para que despegara y me protegió de algún imbécil que me incordiaba con la coartada de la proximidad de nuestras mesas (es tertuliano, y sigue siento tonto e inconsistente como entonces). Y un día, creo que ya lo he contado, se le saltaron las lágrimas cuando leyó un reportaje que escribí sobre la unidad de paliativos del Gregorio Marañón. Así que entre mi jefe y yo se estableció una corriente de simpatía y reconocimiento mutuo que hemos mantenido y que nos sienta cada dos o tres años a una mesa para ponernos al día de nuestras respectivas vidas.
A él lo veo como tertuliano de la tele y nunca dice tonterías. Él a mí me respeta profesionalmente y me deja caer con cierta timidez lo bien que me conservo, algo que las Pandoras agradecemos especialmente cuando te lo dicen ex jefes sin afán de ligar con los que has mantenido minutos antes una animada conversación sobre política, medios de comunicación, tarjetas de crédito opacas y eso tan apreciado y escaso que se llama libertad de expresión.

Observo desde la cubierta de este barco imaginario que hay mujeres que eligen hacerse las bobas para que los condes Ottos se sientan importantes, y condes que huyen cuando se topan con Pandoras hechas a sí mismas; defensoras de algunas opiniones claras, poco sexys por poco manejables. Son hombres que se sienten cómodos con niñas monas a la grupa, pero se sobresaltan cuando ellas les cuestionan, manifiestan sus deseos adultos o piden ayuda sin hacerse las débiles. Y algunas eligen disfrazarse de ellos, practicar el desdén y la arrogancia caricaturesca. O  se entregan a ese juego envenenado de admirarlos de mentira con una caída de ojos muy ensayada que tiene algo de seducción y algo de juego sucio.

Y Henry James, desde su tumba, debe estar pensando lo poco que hemos cambiado, después de tanto, después de todo.