La Sirga, Telemaco Signorini (parte 1)

Creo que el paisaje es un estado de ánimo, que el lunes es mejor que el martes y que los que más te quieren son los más capaces de truncar un domingo perfecto con dos leves toques de billar francés. Uno se forja una estructura presuntamente sólida que, como todas, tiene su punto débil, ese que la desploma sin apenas esfuerzo. La buena noticia es que está bien que sea así porque funciona como antídoto contra la arrogancia. La mala es que tanto esfuerzo para que te tiren tu torre de hormigón como si fuera de naipes manda güevos.

Lo del paisaje tiene que ver con la exposición MACCHIAIOLI. Realismo impresionista en Italia, una magnífica muestra de la Fundacion Mapfre que vi ayer con D. y que me dejó perpleja delante de un Telemaco Signorini titulado La Sirga. Y, después, de un Giovanni Fattori, de un Silvestro Lega, de un Giuseppe Abbati o de un Giovanni Boldini. ¿Cómo es posible que esta escuela de pintores italianos conocidos como “los manchistas”, nacionalistas del Risurgimento, precursores del impresionismo, no se estudie en el colegio? ¿Cómo he podido llegar hasta aquí ignorando la existencia de estos virtuosos capaces de aunar paisaje y espíritu en unos cuadros apaisados tan magnéticos que impedían distraerte de los (demasiados) señores y señoras que se arremolinaban alrededor?

Y, aún peor, ¿cuánta ignorancia me está impidiendo disfrutar de espectáculos tan puros, tan inspiradores, tan necesarios?

La Sirga, parte 2

Esos que deciden los contenidos que se estudian en la infancia y adolescencia parecen limitarse a perpetuar lo que decidieron las generaciones anteriores. Entiendo que Miguel Angel, Velázquez o Rembrandt son imprescindibles, incuestionables, pero no que la historia del arte se explique siempre con los mismos nombres, o sin su imprescindible contexto histórico, político, económico, intelectual. Uno pinta o escribe en un momento donde suceden conflictos, por ejemplo, sofocado por una atmósfera irrepetible que le lleva a plasmar unas figuras que tiran con esfuerzo y una plasticidad asombrosa de una cuerda mientras, unos metros más allá un caballero con sombrero, levita y una niña parecen trasplantados y detienen el tiempo, la cuerda, el esfuerzo. Y son paisaje. Y cuestionan al vouyeur. Y le muestran sus lagunas, que son muchas.

Acudo a menudo a la Fundación Mapfre como a esos otros templos que te muestran revelaciones estéticas absolutamente transformadoras. Me parece que ya solo por eso vivir en Madrid es un privilegio a pesar de los desmanes de su ayuntamiento y de la obscena ignorancia de quien lo lidera. No tengo el gusto de conocer al gestor de esta Fundación, pero me descubro ante su selección de exposiciones porque me han hecho más y mejor desde que entro por ese palacete y viajo en el tiempo y en el espacio a través de piezas escogidas y siempre bien iluminadas (esto no sucede a menudo, aquí y en la Fundación March, otra de mis favoritas, sí) que invitan a la contemplación en trance y al recogimiento.

Y a que pienses: Telemaco, ¿cómo he podido llegar hasta aquí sin conocerte? Y a que te consueles con ese “nunca es tarde” tan socorrido. Y a que empieces la semana con la sensación de que la que murió ayer mereció la pena. Y que una pataleta adolescente no es para tanto, aunque exige justo lo contrario que los cuadros: dejar de mirarla para que se pose y, ya sin ruidos y sin furia, desactive esa carga mortífera que te hizo una herida en el andamio. Apenas un rasguño…