“Nuestros antepasados establecieron un año de luto a las mujeres, no para que estuvieran de luto ese tiempo, sino para que no estuvieran nada más. Para los hombres no hay tiempo alguno legal porque ninguno es decoroso”. Lucio Anneo Seneca.

Esta cita es es una de las sorpresas que me he encontrado en la magnífica exposición “Córdoba, reflejo de Roma” que he visitado sin pretenderlo, en uno de esos paseos por esa ciudad donde uno se asoma a un patio y a otro o sigue las huellas de un gato negro funambulista de tejados, como fue el caso. Al parecer, la exposición iba a formar parte  del programa de la capitalidad cultural que Córdoba perdió a manos de San Sebastián, pero han tenido el buen gusto de seguir adelante con los planes en lugar de guardarlos con soberbia en el cajón del desencanto.

Si obviamos los fondos rojos y las letras doradas podemos concentrarnos en unos textos pulidos, vibrantes y precisos que nos cuentan lo que fuimos cuando fuimos romanos. Cómo el suburbio se inventó para todo lo que ensuciara las manos y los espíritus de la gente, incluido el comercio de mercancías. Cuándo empezamos a enterrar a nuestros muertos en lugar de quemarlos, y por qué. Y toda una serie de explicaciones fascinantes entre mosaicos de piedras diminutas, bustos de nobles y otros vestigios de mármol.

Como, insisto, está tan sorprendentemente bien escrito, cito una parte de la introducción, a riesgo de que se me acuse de rellenar a costa de otros (que también):

“Toda ciudad romana establecía en el momento de su formación una separación estricta entre su intramuros y su extramuros (…) límite claro entre el mundo de los vivos y el de los muertos, entre las actividades civiles, religiosas, comerciales y domésticas cotidianas  y las nocivas y malolientes, los vertederos y los espacios de explotación agrícola. Quedaba así delimitado el suburbio: un lugar de transición, pero también de transacción definido por el paso de hombres y mercancías, por el contacto entre culturas diferentes, por la coexistencia entre vivos y muertos: el lugar que permitía el encuentro arriesgado pero también necesario y peligroso con la guerra, la muerte, lo extranjero…”

Como contraste, el tríptico que te dan con la entrada a la Mezquita, que ellos insisten en llamar catedral, donde se habla de la “ocupación” árabe con menosprecio y se despacha en tres cortos párrafos de atroz redacción las aportaciones de Abderramán I y sus sucesores, para rebozarse en la pompa catedralicia que, sientiéndolo mucho, palidece de envidia ante el esplendor sobrio de los arcos rojiblancos que idearon los árabes inspirándose al parecer en los romanos.

Las civilizaciones tienen una pulsión de muerte, de eliminación de lo que otros hicieron, de mear su territorio aunque sea a costa de machacar la belleza que brota. Y eso se ve en Medina Azahara, la tercera maravilla de este paseo que me ha hecho amar Córdoba tras otros viajes fallidos donde no escuché a Séneca (ni a Averróes, ni a Maimónides) y donde no cuestioné el endeble carácter catedralicio de su mezquita. Medina Azahara tardó no sé si diez o veinte años en construirse, con el 30 por 100 del presupuesto de todo Al Andalus. Pero fue destruida sólo ochenta años después por la furia de un tiparraco que no era califa pero quería serlo (como mi héroe del cómic Iznagoud el Infame).

Los mejores viajes son los que te llevan al pasado y funcionan como una máquina diabólica que te permite sentarte a escuchar a un filósofo, a un matemático ilustrado, judío, árabe o cristiano, o  abuchear a un ansioso con hambre de poder y deseos de destrucción masiva. Luego, eso sí, toca hincharse de salmorejo, de berenjena y de rabo de toro. Que la cultura da un hambre que te mueres.