Conocí a un tipo que coleccionaba citas a ciegas.

No tenía, a priori, un criterio de selección muy exhaustivo. Le bastaba que fueran mujeres que buscaban un hombre. La edad era lo de menos, si no sumaba o restaba más de veinte años a los suyos. Puestos a elegir las prefería bellas, pero no espectaculares. Le incomodaba compartir mesa con una starlette que fuera objeto de las miradas depredadoras de otros o de la envidia violenta de las damas. Discrección era su máxima.

Mi amigo sólo tenía un requerimiento: que hablaran bien. Sin dejes, completando las frases, sin incurrir en discordancias y mucho menos en adjetivos sobredimensionados. Odiaba el exceso de gerundios, la subordinación sin remates, las metáforas desafortunadas y, por encima de todo, la onomatopeya. “Es tan vulgar…”, solía repetir.

Un día quedó con una diosa. La amiga de una amiga de una amiga. “Te va a encantar, es filóloga”, le informaron. Él la citó en un restaurante recoleto, donde pidió la mesa del rincón con su lamparita art decó y convenció al maitre de que pusiera una rosa blanca.  Cuando llegó, ella estaba ahí, sentada, con un curioso vestido rojo de estampado pitón, algo llamativo y pasado de moda. El pelo recogido en un moño informal. La laca de las uñas perfecta, sin desconchones ni desbordamientos. La piel blanca y un extraño lunar “en forma de mariposa, justo al borde de la comisura de los labios, que no pude dejar de mirar en toda la noche”, me informó el.

Hablaron sin parar, mientras volaban por su mesa los platos de un menú que apenas recuerda y bebían vino. Sonaba un solo de Chet Baker y ella lo acompañaba distraída con breves movimientos de cuello. Mi amigo estaba fascinado e imaginaba un final de noche con fuegos artificiales. Ella había leído, había viajado, había amado y destruido corazones, y todo lo relataba con una voz arenosa que le raspaba los oídos. A los postres, ella se levantó para ir al baño y al pasar junto a él lo rozó levemente con la cadera. “Te juro que la hubiera agarrado allí mismo, me hubiera lanzado a su cuello, besado su lunar de mariposa”…

A su regreso, ella lo miró y le dijo con voz de experta guía de viajes: “Ahora nos vamos a follar a mi casa, que está a quince minutos de aquí. Te advierto que no me gusta que me desnuden y espero que no lleves calcetines de lycra, que los odio. Tendrás que marcharte de inmediato. Nunca más volveremos a vernos, no intentes llamarme. Como digo yo, las cosas buenas deben ser eternas”.

Mi amigo estaba estupefacto. “Cuando escuché lo del “como digo yo” se me cayó el mundo encima. Me pareció la más vulgar de las mujeres. Una emperatriz del martirio que, al igual que yo, coleccionaba citas a ciegas. La acompañé hasta un taxi, pero no la besé. Entre profesionales no ha lugar la pasión”.

Desde entonces han pasado muchas mujeres, muchos gerundios, algunos adverbios inadecuados y el tedio de conversaciones insustanciales mientras él mira las horas de reojo. Pero no se ha olvidado de las alas de mariposa, que a veces busca distraído mientras espera a la siguiente.

Como digo yo…