El otro  día me vi involuntariamente en medio de una charla social sobre circuncisión sí, circuncisión, no.  El grupo, compuesto por tardocuarentones de ambos sexos con sombrero de paja y ese aire de diletancia dominguera pasada por sol y sangría, parecía ignorar mi presencia, sepultada en mi propio sombrero y con la vista clavada en el periódico. Entendí que era transparente para aquellos desconocidos, y que si me descuidaba podía ser testigo de una propuesta de swinging, un tuppersex improvisado o incluso de la planificación de una OPA  hostil. Tal era la descarada indolencia con que se hablaba de prepucios (“colas”, decían, en un ejercicio de sinécdoque pueril) y de quién andaba en pelotas por casa y quién no.

Nadie se molestó en incorporarme a la conversación, ni tampoco en hacerme ver que mi presencia era indiscreta. Había un hombre que me miraba mucho, y luego me rellenaba el vaso de sangría. Yo agradecía el gesto con una media sonrisa y me preguntada si estaría circuncidado, dada la soltura con la que se desenvolvía.  La primera vez que lo hizo esperó a que yo le indicara cuándo debía parar, pero yo no le entendí porque me cuesta confraternizar con los circuncidados, así que me lo llenó a tope, y puso un gesto de “cómo le da a la frasca la rubia” no demasiado obvio, pero que capté al vuelo porque las mironas otra cosa no, pero susceptibles somos un rato.

Cuando el asunto de las colas languideció, pasaron a otro tema menos comprometido: las au pairs. “Hay que marcarles los límites desde el principio, como a los niños”, decía un hombre. “No dejan de ser chicas de veinte años con ganas de juerga”. Me pareció un comentario muy oportuno, y a punto estaba de abandonar mi espionaje y empezar a leer de verdad el periódico cuando una frase captó mi atención:

-Cualquier au pair, pero jamás irlandesa.
-¿Por? (preguntó otra como si me leyera el pensamiento)
-Son todas alcohólicas, ni te imaginas lo que les gusta la priva.

Sin duda tenía razón. Todas las irlandesas beben y todas las rusas comen niños crudos y asaltan palacios de invierno. Hay que ponerles límite, desde luego, y se me ocurrió, pero no me atreví a expresarlo en voz alta,  que no hay nada más disuasorio para educar a una au pair que pasearse en pelotas convenientemente circuncidado por el pasillo. Cualquier cuidaniños viciosa o juerguista enmudecería y sabría a qué atenerse si violaba las normas del recato etílico y de la ingesta de menores.

Frank Stapleton

En ese punto pegué un buen trago a mi sangría, y comprobé cómo el hombre me miraba presto a rellenarme el vaso. Así que lo quité de su punto de mira para evitar el desastre.  Al fin y al cabo mi apellido es de origen irlandés, y un verano fui au pair en Manchester, en casa de una estrella de fútbol irlandesa –Frank Stapleton que estaba muy bueno y a quien jamás vi en pelotas (una lástima). Sí a su mujer, involuntariamente, y me dio tanto corte que fingí que no era yo la que caminaba por el pasillo, sino un ente con somprero de paja, una doncella nívea que no había visto a la sazón ningún pene circundidado, ni ningún pene en general, que no fuera menor de diez años.

Después una de las mujeres del grupo se animó a dar clase de yoga y malabares a los más pequeños, y yo enganché a Minichuki, a quien mi soledad insondable le importaba tres pitos, y comenté en voz alta: “Comprobarás que hay madres mucho más talentosas que la tuya”. A lo que el señor a mi derecha, por primera vez en una hora, apostilló: “Esa sabe hacer de todo…”. Me pareció un comentario malicioso, pero no me atreví a pedir una aclaración. Luego el tipo enmudeció y ya no volvimos a cruzar más palabras. Doy por hecho que tenía la cola intacta y eso le producía atascos verbales.

Deseé ardientemente que la próxima vez que me inviten a una party con desconocidos me hagan partícipe del dress-code conversacional para prepararme una serie de frases oportunas. Deseé desesperadamente ser judía en vez de irlandesa con genes alcohólicos. Y deseé, por último, tener un novio -con la cola intacta o rebanada, tanto da-  que se fugue con el coche al caer el sol y me abandone a merced de mi ingenio para regresar como pueda, borracha cual irlandesa errante, al país de las aupairs desatadas a las que hay que poner límites. Como a los niños.