Hojeo una de las cinco novelas de adulterio del siglo XIX: El Primo Basilio, de José María Eça de Queiroz. Las otras cuatro son Madame Bovary, La Regenta, Ana Karenina y Effi Briest, advierte la contracubierta del libro regalo de una tocaya generosa. Sería una buena pregunta de Trivial, creo yo. En estas novelas hay abundantes descripciones, mujeres apasionadas que van a sufrir y a pagar cara su osadía, hombres canallas, lascivos, bobos o mediocres, clasismo social e hipocresía a raudales. Tormento, mucho tormento. Y tantos pecados de cintura para abajo como de cintura para arriba.

Los cuernos siempre dan pie a algo mucho más que la humillación, el orgullo herido. Vertebran relatos que duran la eternidad y provocan suculentas metamorfosis en quienes los ponen y en quienes los sufren. De ahí que sea un material fecundo para el escritor, que tendrá que dosificar su juicio, añadir toques de humor y de pimienta acá o allá, redimir a unos, ensalzar a otros y contar al detalle cómo era la penumbra de la catedral desde la que un ambicioso con poca fe posaba la soberbia de su mirada entre tejados de una ciudad pequeña y orgullosa.

Fácil, ¿no? Y sin embargo qué desgracia habitual es caer en el folletín a partir de estos ingredientes. En la novelita de kiosko o en el “Me sucedió a mí” del Pronto que mi abuela leía a escondidas y nosotros encontrábamos bajo los cojines de las butacas de terciopelo del salón de su casa.

La pureza no existe salvo como ideal. O tal vez en la infancia y en el traje de primera comunión. El blanco nuclear es un anuncio de la tele. Un detergente que abrasa los tejidos. Una novia a la fuga que se enreda en una zarza y le sangra el tobillo. La tentación posee todos los grises del mundo hasta acariciar el negro del demonio. El autor portugués se frota las manos:

-Toda la vergüenza de sus cobardes debilidades cuando los besos de Basilio se apoderó de sus mejillas para abrasárselas.¡Qué horror dejarse abrazar y estrechar de aquella manera!¡Y qué cosas le había dicho él, sentado en el sofá!¡Y cómo la devoraba con los ojos!

El párrafo me hace sonreír: Horror. Verguënza. Devorar. Abrasar. Cobardía. Debilidad. Adiós a los grises, bienvenido el infierno con sus fuegos y sus brasas. Contengo los deseos de verter un vaso de agua sobre la pobre Luisa para sofocar los temblores de su escándalo. Vas a ponerle los cuernos, querida. No te hagas la estrecha atormentada. Llama a Ana Karenina y que te cuente cómo lo sobrellevó ella. Llama a la Regenta y exígele la crónica de ese desmayo universal, y la boca de sapo que la devolvió a la naúsea. Haced un club, queridas señoritas. Quitáos el corsé vosotras mismas (“la cintura floja era fuente de vicios”, leo sobre esta prenda del terror).

Los buenos y los malos. De eso se trata. El otro día tomando un café en el despacho de un señor importante, pleno siglo XXI, me dijo: “Lo tengo claro a estas alturas de la vida: están los buenos y los malos”. Me pareció envidiable haber llegado a esa clasificación tan simple. Pensé en cómo metería en dos corrales a tantas personas y a tantos personajes que ni una cosa ni otra. Condenados a vagar sin una etiqueta clara. No aptos para ser protagonistas de novela ejemplar del  XIX.

La novela de hoy permite sutilezas. Romper algunas vallas. Arreglar el alambre de espino. No ser tan ejemplar, ni tan zorranca. Los lectores de hoy están anestesiados contra la vulgaridad de las pantallas. Y piden, reclaman redención. Las heridas de cuernos se curan en las plazas. Las adúlteras y adúlteros no se tiran de los pelos, se tiran a otros hombres o mujeres. Los primos con aviesas intenciones se llevan a la prima y le ponen un piso, un adosado horrible en urbanización de falso lujo con piscina y porche de ladrillo.

Abro el libro y Luisa vuelve a exclamar “¡Qué desgracia!” Me empieza a caer mal y no he empezado en serio la novela. Si tanta vergüenza te da dile a mortis de tu marido que prefieres a tu primo, reina mora.  Ah, que no pero sí… Ah, que ahora canturreas fados justo después de gritar: ¡Todas somos mujeres! ¡Todas sentimos lo mismo!: “Amor es la enfermedad/que en el aire está flotando/Tan solo de ir al balcón/coges su fiebre volando”.

Vuelve a darme la risa. Igual no es mi momento Queiroz. Igual no estoy para regresos al pasado. Ni para corsés ni gabinetes de señoritas finas que se abren de piernas pero no de cabeza. Torticeras, sufridoras, cínicas, violentas, arbitrarias. Sois pasto del desdén, de los abrazos ávidos de esos amantes que no os aman, no del todo. Ejemplo y contraejemplo, escritura pensada para masas que no han ido al colegio ni a la universidad. Perdón, Quiroz, por esta reflexión tan poco ortodoxa. Me sale de las tripas, yo no llevo corsé. Esta noche, tal vez, vuelva a tus brazos por un rato o me tire a otro, que soy muy casquivana en mis lecturas.