Mi adolescente me cuenta desde su turno paterno de vacaciones que ha heredado las zapatillas de andar por casa de su abuelo, que murió hace un mes. Me conmueve imaginarla con un calzado mucho más grande que sus pies, adaptado a la horma de otros pies que fueron y ya no caminan. Me informa además de que el sitio de su abuelo a la mesa, presidiendo, será rotatorio por decisión de la abuela. Lo encuentro emocionante y un ejemplo práctico de inmortalidad.

Uno no está en casa hasta que no se calza sus zapatillas. Mi padre, nada más llegar, se ha comprado un par de suave gamuza marrón chocolate. Los japoneses te las ofrecen como señal de hospitalidad cuando los visitas. Así podrás deslizarte por el pasillo sin sobresaltar la tranquilidad ajena. Y sentir calor inmediato aunque seas de pies fríos, como es mi caso.

Las mujeres de pies fríos tendemos a enredarlos en las piernas amadas en busca de calor, como los koalas en el árbol. El frío es un estado de ánimo, igual que la ciclogénesis, versión metereológica de la ciclotimia. Los ciclogenéticos pegan portazos y llevan duras botas Dr Martins llenas de barro. Son vendavales que entran, destrozan y salen sin cerrar la puerta. Entonces corres a la cama con los pies helados, y encoges las rodillas con una almohada enmedio y abres el libro de Alice Munro y te dejas caldear por las palabras de un relato.

Hay personas que en sí mismas poseen el efecto acogedor de unas zapatillas. Llama mi amigo A. y me dice que me quiere y que ha discutido con su hermana: “Se ha cortado el pelo como doña Urraca. Le he dicho yo que por qué paga sus cuitas con el pelo!” Le respondo que las mujeres somos muy de emprenderla con la cabeza cuando nos duele el corazón. Que el pelo es lo que tenemos más a mano, un castigo autoinfligido,  y que haga el favor de no decirle esas cosas a su pobre hermana. Me confiesa que doña Urraca se casó con el más pijo de Valladolid. Un tipo que solía comer dos centímetros del chuletón y dejaba toda la carne alrededor. El equivalente a rechazar unas zapatillas de andar por casa. “Nosotros éramos como trogloditas y roíamos hasta el hueso”, prosigue, “era obvio que no iba a adaptarse jamás a la familia”.

Adaptarse a una familia es ponerse sus zapatillas y comerse el chuletón. A veces no sucede nunca. Hay pies condenados para siempre a la intemperie, y sitios a la mesa que tienen nombre y apellidos aunque se hayan vuelto rotatorios. Esta madrugada, al levantarme, me he puesto las zapatillas de mi hija, esas que olvida en cualquier rincón de la casa. Sus pies y los míos pisan distintos pero tienen la misma talla, y hay noches de sofá en los que termino masajeándoselos y ella ronronea hasta que recuerda que es adolescente y se retira. Pero le gusta y me gusta. Y por un extraño fenómeno metereológico sentimental entro yo en calor y me enredo sola después en la cama pero con la sensación de tener unas piernas amadas al lado. Efecto koala, diríamos.