Mi querida Big-Bang:

Ayer tuve una interesante conversación antropológico-sexual: “¿A qué edad te dieron el primer chupetón?” Y, a más a más, ¿a quién le excita que le succionen el cuello hasta el dolor si no es para mostrar el banderín morado al día siguiente? Aunque pueda parecerlo, no es baladí. En mi adolescencia cándida se dividía a las chicas entre “las que se dejaban” y “las que no”. Ahórrame la humillación de confesar en qué grupo estaba yo. Las primeras, desde luego, lucieron sus primeras letras escarlatas en el cuello antes de caerse de la bici y las mostraban al grupo como prueba de cierto estatus social. Luego sacaban un pañuelito de algodón y rodeaban las pruebas del beso ventosa para que en casa el tercer grado de sus padres no las llevara de patitas al cuarto de pensar.

“Yo no fui nunca de chupetones”, me confesaba ayer mi amigo J. por mail, desde su oficina. Y seguramente muchos de los chicos de mi pandilla, tampoco. Pero dejar la huella de su masculinidad imberbe era como hacer un caballito con esas motos sin silenciador. Como mear un territorio. Y ahí no valían gentilezas de enamorado sino gestos de macho man. Ser adolescente era ser un poco Berlusconi, un poco Steve McQuenn, un poco Tom Cruise pre Cienciología y prerumorología gay.

Y enfatizo. Ser adolescente era un asco. Había que hacer lo que otros hacían o someterse a esas miraditas que ponían en duda la masculinidad. A nosotras, mientras tanto, nos clasificaban en vírgenes o putas. Sin grados intermedios. Y no estaba claro qué situación era más confortable, pero sí que, en el machismo dominante, se daba por hecho que la puta era para los 17 años y la virgen para la eternidad.

Ayer me crucé con una amiga de mi hija. Llevaba chupetones en el cuello, ocultos a duras penas por su melena preciosa. Me pilló olisqueando las pruebas del crimen. Puso cara de pavor y salió pitando. Su padre, al parecer, también los vio y se hizo el loco. A cambio, me cuenta mi hija, consiguió que la niña confesara la verdad: tiene un novio, lleva dos días comiendo con él a escondidas mientras sus padres piensan que está en el comedor escolar. Se ha enamorado y tiene pareja “como todos los de la clase, si no pareces tonto”.

A cierta edad las sensaciones de la adolescencia parecen haberse ido para siempre. Sin embargo están ahí, como el primer beso a tornillo y el primer magreo excitante en el cine de verano. Y entonces recuerdas que fue bonito aunque tu padre te pegara una bofetada cuando llegaste en moto con tu noviete tras darte la madre de todos los lotes fuera del límite horario.

Y entonces encuentras que un chupetón no es sólo una insignia, una prueba iniciática, sino un tanteo, la primera aproximación a la carne que las “vírgenes” captasteis tarde y mal y que las “putas” -benditas ellas- probaron quizás para demostrar que estaban preparadas para poner un pie en el mundo adulto. Quizás para demostrar a sus novios que no eran pacatas. Quizás, simplemente, porque se habían enamorado y acababan de desplegar el mapa de su corazón que, casualmente, pasaba por su cuello.