Mi querida Big-Bang:

Yo quería una chupa de cuero negro, la clásica de policía de Nueva York. Un poco canalla, bien ceñida a mi cuerpo, incluso reventona. Con esas pieles gruesas y flexibles que con los años y las madrugadas de gin cogen apresto y son leyenda. Así que me fui a la catedral de las chupas, donde me probé una tras otra, delante de un espejo estrecho y mal iluminado y ante la atenta mirada de la vendedora, una mujer de unos cincuenta, cheli y desdentada, que enseguida se dio cuenta de que la de las mechas no escatimaría con tal de irse como una cat woman a casa.

“Ésa te está mal de hombros”, “ésa un poco estrecha de pecho, fijo que ésta no te abrocha de cintura. Necesitas una talla más de abajo y dos de arriba”. ¿Cómooooo?, exclamé metiendo tripa, embotijada, resistiéndome a pasar a esa cifra maldita que separa la delgadez del “para tu edad estás estupenda”.

En esto llegó el sastre. Su “cari”. Con todos sus dientes, melenilla rizada y una mirada más propia de haberse bebido la noche eterna con todas sus sustancias que de dejarse los ojos entre costuras. El hombre me miraba, me escrutaba y pronto pasó a la acción. Lo que empezó como toques en hombros y trapecio fue progresando a cintura y glúteos. Y de ahí a por el pecho, sin contemplaciones. “Si no fuera porque el tipo es sastre, juraría que me está metiendo mano”, pensé, mientras J. vigilaba a prudencial distancia sin perder de vista las manos del artista.

“Tienes una caja torácica muy grande, el hombro derecho más bajo, una cadera estrechita y…”. Sí, el desdentado destruyó en unos minutos y sin despeinarse toda mi autoestima, Mientras con la cinta métrica recorría mis imperfecciones posándose aquí y allá y mirándome con cara socarrona. “Tú qué eres, ¿su pareja?”, preguntó a J., no sé si para pasar a un magreo más porno o para asegurarse de que podía seguir insultándome sin consecuencias.

Y entonces, cuando pensaba yo que más humillación era imposible, empezó a recitar en voz alta mis medidas, para todo aquel que quisiera escucharle. Urbi et orbi.Su cari, a tres metros, apuntaba diligente, y yo le contradecía: “¿Cómo que 80 de cintura? Ni de broma. Mida otra vez”. Y el tipo: “que no es la cintura, es el final del tórax. ¡Estas mujeres no podrán callarse mientras mido!”, murmuraba midiendo el espacio entre los pezones, como si esto fuerta un casting de peli X, mientras buscaba en J. cierta solidaridad masculina. Pero J,, mosqueado por la repasadita, andaba hipnotizado sin perder ripio de las manos del sastrecillo, que a la sazón había completado toda mi anatomía íntima, sin alterarse ni un poquito.

Al final, el veredicto: “Mira, no insistas. Ninguna chupa confeccionada te va a quedar bien. Hay que hacértela a medida , con un toile de prueba. Sí, había oído bien, me harían una versión en tela para asegurarse de que la prenda de mis sueños se adaptaba a mi cuerpo imperfecto. Y había más. La broma me iba a costar un pico porque, como sentenció cari desde su rincón, “esto es alta costura”.

Así que fumando espero la llegada de mi chupa. Cara, carísima, y hecha a mano por un profesional que tiene un taller chungo e iluminado con fluorescente blanco. Si esto llegara a oídos de Karl (Lagerfeld, desde luego) me tacharía ipso facto de su lista de potenciales clientas VIP. Y lo peor es que ahora sé científicamente que estoy mal hecha. Y me lo ha dicho un tipo después de meterme mano como nadie lo ha hecho en mi vida. Humillante, sí, llámalo humillante.