Se llamaba Perro Móvil. Así lo habían rebautizado mis hermanos y me parece uno de los mejores motes de la historia universal. Creo recordar que hacía alusión a la velocidad con la que el tipo huía de las situaciones de peligro. Perro Móvil, era, pongamos, la versión de barrio y bocadillo de Nocilla del Capitán Araña.

Los alias de los terroristas siempre me han llamado la atención porque no suelen ser sanguinarios, salvo excepciones. Como El Chacal. Si te llamas así es lógico que termines pudriéndote en una cárcel de Francia. Deberían trabajárselo más, porque con el tiempo un mote se apodera de tu identidad. Y si te llaman “Matarratas” o “Sardineta”, ya puedes ser la más glamourosa del lugar que siempre te verán husmeando una cloaca o frita y grasienta.

“Sopitas” es el sobrenombre que le puse a cierto tipo que me presentaron recién divorciada, amigo de mi cuñada “La enfermera del amor”, con el que nos fuimos en familia a patinar sobre hielo. El tipo, coetáneo, bajito, semicalvo y feúno, no era un reclamo sexual a priori, pero lo fue aún menos cuando tras terminar de patinar me dijo que corría a ponerse ropa “porque en estos sitios es habitual enfriarse el vientre”. No conozco a nadie de menos de 70 años que hable de “vientre”. Mi crueldad, lo lamento, es generacional y semántica.

“Cateta y soñadora” es otra de mis favoritas. Responde a  cierta señora de pueblo con ínfulas filosófico existenciales que suele citar a Lipovetsky cuando necesita un upgrade intelectual. También la llamamos “la Chopped” porque cuando no le da por Gilles le da por Shoppenhauer. Con idénticos resultados.

El Chacal

Un mote siempre te remite a un lance épico. O debería. Mi hermano una vez descalabró a la abuela de Perro Móvil. La mujer llevaba un cardado a lo Marge cuando los Simpson aún no habían sido concebidos. Era excéntrica, se maquillaba los labios asegurándose de que se le corriera en rouge por las comisuras y en los ojos se dejaba medio lápiz de khol. A veces se ponían un turbante verde loro a juego con el vestido de brillantes colores. Eso, para una infancia en blanco y negro, era fascinante y provocador.

Un día mi hermano, jugando con su nieto, tiró la piedra sin querer al bulto. O sea, a la peluca/cardado, y le hizo una brecha.

-¡Ay, que la he “escalabraó”!.

El nieto corrió como su mote, pero esta vez al socorro de su abuela, cagándose en mi hermano (con perdón). Éste vio pasar la madre de todos los castigos por delante de sus ojos.

Aquello pudo terminar con una larga amistad de partidos de chapas y juegos de centuriones, pero parece que el niño, además de cobardón, era noble y supo perdonar.

Ayer me crucé por la calle con Perro Móvil y tuve un deja vù. Iba del brazo de su ¿madre? Una señora excéntrica, maquillada como una vedette y con un monumental cardado/ensaimada sobre la cabeza. Volví a la pedrada, a la palidez de mi hermano, a la sangre y a la bofetada que mi madre le propinó según supo la hazaña.

No tengo ni idea de cómo se llama en realidad Perro Móvil. Pero siempre lo imagino corriendo con la boca semiabierta. Flaco, paticorto, con la camisa por fuera..

Ganarse un mote es duro, pero te catapulta a la eternidad. Y eso no lo dice Lipovetsky, señora Cateta y Soñadora, lo dice la vida misma.