Apenas he hablado en todo el fin de semana. Las curas de silencio son imprescindibles y te dejan la piel tersa y el pulso al ralentí. Calculo que el sesenta por ciento de lo que decimos a lo largo del día podríamos ahorrárnoslo. Callar muchas horas seguidas equivale a una de esas limpiezas de cólom que practican los hierbas y que dan pie a conversaciones escatológicas. Prescindibles.

Hoy me escapé al spa y me dejé llevar entre vahos y burbujas. Elegí este destino entre otras cosas porque presuntamente no se puede hablar. Además, el fragor del agua a presión impide mantener una charla salvo que lo hagas a gritos. Como la familia que tenía al lado. Ir en familia a un balneario es tan absurdo como ir al ginecólogo con tu suegra. El padre, calvo y tatuado, embutido en un bañador ceñido y escaso de volúmenes, le decía a “la Sara” que no se tragara el cloro. Y a “la Vane” que cuidado con los “chorrámenes” que salen “follaós”. Yo cambiaba de zona y al minuto lo tenía a mi lado, con ganas de entablar una conversación.

-¿Vienes mucho por aquí?
-No.
-¿Lo tuyo son cervicales o lumbalgia?
-Lo mío es sociabilidalgia sobrevenida. Soy cantante de cabaret y el vapor aligera mis cuerdas vocales.
-Ah, eso…Pues muy flaca estás para ser una vedette de ésas…(mirando directamente a mi escote)
-No creas, engaño.

Tras colocarse el paquete sin remilgos el calvo ha huido hacia otros lares y he recordado en un flashback cuando te castigaban al pasillo en el colegio por hablar. Esa gloria bendita de sentir el vacío en el cerebro mientras la vista vagaba por el pasillo con suelo de loseta griácea, perdida en una secuencia apenas interrumpida por el pánico al parte que habría que llevar a casa, y a la consecuente bronca.

Con el tiempo, hay castigos de la infancia que se convierten en placeres. Permanecer encerrado en tu cuarto, por ejemplo. Tomar una infusión por la noche. Quedarte un sábado entero sin salir, con el último disco que has comprado sonsndo una y otra vez mientras adelantas trabajo sin sensación de fastidio. El teléfono, desconectado a ratos. Las chukis,  fuera y en perfecto estado de revista. Los amigos, avisados de mi ostracismo social. Y el libro de Thomas Bernhard a punto de caer en mis fauces. Esperando que me asombre y me deje esa cálida sensación postcoital de la buena lectura que ya me dejó “El Malogrado” (http://notengoregreso.blogspot.com.es/2011/06/envidia-de-glenn-gould.html).

En mi soledad he tenido tiempo de leer los periódicos y detenerme en la columna de Javier Marías, deliciosa historia de su nueva adquisición. Una figurita que se suma a otras dos que desparejó en su día y no cesó hasta reunirlas de nuevo, en su estantería. He cocinado lo justo y he cenado latas de mejillones en escabeche, ese vicio secreto. He desarrollado diez o doce hipótesis que jamás llevaré al banco de pruebas por el gustazo de imaginar una historia con sus personajes y sus pequeñas tramas. Me he acordado de la letra de una canción de Golpes Bajos que se me resistía. He dormitado la siesta mientras esa mujer relamida de angustiosos ojos claros me contaba las noticias con afán proselitista. He pensado que antes que busto parlante del telediario debió ser comercial de Thermomix y que enseñaba a hacer fumé de gambas. Y luego he pensado que para qué tengo una Thermomix si sólo la uso para zumos, gazpacho y salmorejo.

En el silencio me he dado cuenta de que hablo demasiado. De que me paso la vida haciendo preguntas a otros, que no sé si escogí mi profesión porque tengo una curiosidad sin límites o que al preguntar por oficio se desata la necesidad de saber más, y más.. como una matroska rusa de capas infinitas. Y entonces me ha llamado mi querida A. para preguntarme qué tal mi dieta de silencio. 

Y le he dicho: “Genial. Como una limpieza de cólom“.