Mi querida Big-Bang;

Anoche salí de carnaval. Es decir, salí vestida de mí misma, con mi chupa rechinflante y mi pelucón de aspirante a rubia natural a ver cómo los tipejillos hacían lo propio con disfraces. En realidad no estaba en el programa. Yo pretendía recorrer las calles de Toledo a la luz ténue de las farolas, una fantasía recurrente desde que estudié El Greco y me di cuenta de que los trastornados eran mucho más interesantes que el resto de la población mundial. Pero las calles estaban llenas de falsas monjas y obispos de pega demasiado acrílicos para tirarte a besar sus anillos. Y había una banda de guitarreros en un escenario montado provocadoramente junto a la catedral. Para que digan que no son modernos y transgresores los de la tierra de José Bono.

A la gente le pones trajes de otro y se vuelven locos. Un suponer: los cobradores de autobús, los guardias civiles o los vigilantes de wc en Alemania. También las camareras de habitación de hotel. Esas que vinieron a llenar la king size de pétalos rojos de rosas sin dejarme a Kevin Spacey en el lote. Así no hay quien tenga fantasías de alto voltaje. Como mucho, de bombilla de bajo consumo.

A lo que voy. Tengo para mí que el ministro Sebastián trama un plan abulista de relajación de pasiones. Luces ténues, carreteras a cámara lenta y desfiles de carnaval sin petardos donde el disfraz más irónico sea el de centauro que llevaba una pobre condenada a girar sobre sí misma. Yo, mientras, trataba de evitar que J.entrara en brote psicótico: “¿Es necesario que vayamos por una calle llena de familias con tambores y niños feos?”. Pues sí, chitín, hemos venido a jugar y si no hay Greco habrá que entregarse a la turbamulta, a los damasquinos y a los puñaletes esos de los escaparates que compran los guiris para atracar bancos en sus patrias respectivas.

El hombre no tenía la culpa de estar así de superado. Horas antes me había empeñado en que probara el jacuzzi humeante de la terraza para hacer una foto, y el hombre accedió a regañadientes. Al rato estaba arrugado y con una tensión de 8-4, a punto de darle un chungo, mientras yo seguía buscando enfoques con los que epatar a mis amigos más tiñosos a la vuelta. “¿Puedo salir ya, que lo mismo tienes que llamar al juez para que venga a levantar mi cadáver?”. Pssss, bueno, pero que conste que no me has dejado hacerte un Terry Richardson en condiciones. Luego no te quejes si la foto pasa sin pena ni gloria en las redes sociales.

Hoy toca recorrido espiritual. Sinagogas, templos y bares con tapas consistentes y vinachos castellanomanchegos a tutiplén. “A mí la cosa rancia esta de ciudad amurallada con mucho meapilas no te creas que me convence…”, se atreve a insinuar el hipotenso. Pero yo estoy entregada al arte radical. Ese que nos salva de la bruma, de las calles llenas de gritones de plexiglás y de los disfraces de fibra sintética que llevan esos tipos inconsistentes a los que les acercas una cerilla y salen envueltos en llamas. Así que, con la venia, procedo a disfrazarme de señora que va de museos los domingos para justificar el pincho de tortilla y el vermú de la una. Tengan un gran día.