Mi querida Big-Bang:

Busco a Gatsby. Fijo que estaba en mi fiesta, así que me aseguré de que su cadáver no flotara en la piscina, entre las letras rojas de esa marca del glamour que me da de comer (y de beber, mayormente). Sí, cuando una sale con un vestido sin espalda no puede dejar de empalmar gin tonics como una autómata. Cannes es al vaso con hielo como el gran Gatsby a la cosa social. Si encima llevas un abrigazo de plumas rosa maquillaje -que en adelante llamaremos “el chucho”- tu suerte está echada.

“Señoritas, no pueden pasar aún a la fiesta, es demasiado pronto”, nos dice un armario de tres puertas vestido de Armani. Faltan tres minutos”.¿Cómooooo? Tenemos nuestra acreditación auténtica con su chip auténtico”, digo chulita. Y no saco mis lanzaderas espaciales de suela roja porque el tipo sonríe. Esto es Cannes. Te han maquillado como una zorra, con perdón, te ha peinado un peluquero displicente y gay que acaba de hacerle lo mismo a Catherine Deneuve. Te han obligado con ese vestido sin espalda a prescindir del sostén -mon dieu, a estas alturas!-y en el bolso absurdo apenas cabe mi cámara de fotos, pero sí una invitación donde se especifica que está absolutamente prohibido meterla dentro.

Sí, yo estaba muy segura de mis poderes hasta que atravesé esas puertas del paraíso de la exclusividad y miré dentro. Mujeres de mentira, dos metros, rubias, vestidazos de colores y sonrisas blanqueadas me conviertieron en invisible. “Zorras”, murmuramos con sonrisilla de hienas. A babor, Meg Ryan, perfecta y huidiza. ¿Y si le hago el jadeo de “Cuando Harry encontró a Sally”, para confraternizar?, me pregunto, pero mi jefa me echa el freno y me lleva frente al mirador sobre el acantilado de la fiesta. La Costa azul nos contempla con sus luces y su chic evanescente. ¿Dónde está Gatsby?

Cuando uno acude a un sitio como este las posibilidades de chocar con un actor, productor, crítico o millonario en general son tantas como encontrar piojillos en la cabeza de mi chuki pequeña. Hay que ser rápida y astuta. Sí, es posible que me den una oportunidad para dar el salto al celuloide, me dijo mirando a Salma Hayek y a su marido el rey de los Gucci y etcétera. “Si ella pudo, yo también”. Suena Van Morrison y es una señal. Bailo y cometo el primer pecado de la noche. En esas fiestas nadie baila, y aunque hay camareros con bandejas de comida, nadie come. “Bien, igual es atrezzo, como las rubias, me dijo zampándome en un rincón oscuro una minihamburguesa.

Llega Pedro Almodóvar. Ha tenido que deletrear su nombre varias veces para que le dejaran entrar. “jeje, aquí la medida de los dioses depende del Armani de la puerta”. Martin Scorsese, sin embargo, no tuvo problemas, y tampoco Carlota Casiraghi. Los españoles nos acodamos en la barra a españolear, y jugamos a adivinar a los gafapastas con poder entre la muchedumbre de guapos. Esto es Cannes. El brillo, la charla insustancial y espumosa, las fresas con chocolate, el relumbrón.

Como Gatsby no llega y temo que la magia convierta mi vestido en harapos y mi principe en un sapo, abandono con la mirada desmayada y los tacones en su sitio. Sí, he sido una profesional de la noche. Tengo la boca atrofiada de tanto sonreír, las plumas del chucho lacias y el maquillaje de zorra se cuartea, pero eso no cuenta cuando el chófer se planta en la puerta y nos dice en desmayado francés: ¿listas, señoras?. Oui, monsieur. Oh, la, la!!!