El escritor Héctor Abad Faciolince, a quien frecuento, hace un curioso trueque con una baronesa italiana, que lo acoge en su palacio durante varias semanas para que escriba rodeado de musas y sin distraer la inspiración con asuntos terrenales. A cambio debe darle conversación en inglés o italiano a la hora de cenar, único momento en el que se exige su presencia.

No se me ocurre un acuerdo más gozoso, aunque habrá noches en las que, imagino, las musas revolconas y a veces perversas dejen a mi amigo en un estado de agotamiento tal que no tenga ganas de despegar los labios si no es para beberse una copa de vino tinto -su favorito- contemplando el atarceder húmedo sobre el jardín.

Intercambios. Articulan nuestra vida aunque no siempre se reflejen en un contrato como el del escritor colombiano y su mecenas. Hay quien cambia sexo por poder, influencia por dignidad, un cromo del Barça por tres del Atleti. Hay quien antepone la tranquilidad a la vocación, el escote a las piernas, un viaje en clase turista con un viejo amor al camarote VIP de las líneas aéreas dubaitíes con un amante fogoso recién llegado. Hay quien prefiere una de cal a cuatro de arena. Pájaro en mano que ciento volando…y así.

A veces hay que elegir entre jugártela a una carta o terminar la partida en tablas. A veces yo me dejo ganar para verte feliz y espero que mañana o pasado mañana finjas que no me ves cuando me como el pastel más delicioso y calórico del escaparate. Hay quien intercambia una de cuarenta por dos de veinte. Hay quien se sube a la colina con Lucifer y firma al pie del pergamino la concesión de un poder avaricioso a cambio de su alma, eso tan intangible.

Conozco a quien cambió salud por prestigio. Desazón por pastillas para dormir. Una habitación con vistas por un tabique grueso para jadear de placer sin ser molestado. Una vida fácil por una vida plena. Unas entradas de palco en soledad por otras de gallinero en buena compañía.

Otras veces el trueque no es posible y te quedas con la mano levantada como en una subasta de un cuadro, en una puja imaginaria que nadie ve aunque agites la pizarra con grotescos aspavientos. Y entonces escuchas un “adjudicado” que no es para ti. Y te vuelves a casa con pasos lentos y erráticos, y aprendes que no hay nada peor que ser invisible al mostrar tu mercancía. Nada más funesto que no disponer de cromos intercambiar.

Que mientras hay trueque hay esperanza.