Mi querida Big-Bang;

Hoy toca poner el árbol de Navidad. Ayer hubo que salir pitando a por él, porque su antecesor estaba tan despeluchado que parecía de Biafra, y debí tirarlo en un arrebato de renovación o muerte de esos que me dan dos o tres veces al año. La tienda estaba llena de familias de clase media en chándal y deportivas. Mariano, Maruja y la abuela a la caza de las bolas más horribles del mercado, y los niños a su alrededor, en chándal a conjunto, dando por saco con las guirnaldas. Horreur!

Me cuesta tirar árboles pelados como me cuesta deshacerme de platos desportillados, de amigos que fueron o de jerseys con pelotillas. Hay algo familiar, cálido y rutinario en ellos que nunca pueden usurpar los nuevos. Pero de ahí al síndrome de Diógenes hay un paso. Por eso lo tiré.

El viejo árbol no era biodegradable, me temo, pero tengo coartada. Creo que una mujer de real life no puede permitirse a cierta edad llevar bolsos de plástico ni abrigos de poliéster, pero sí atesorar adornos navideños de pega. Total, el sentimiento que desata un villancico no tiene reciclaje posible. O te mata o te vuelve inmortal. Y saber que el año que viene estará ahí, puntual como una recidiva de gripe, te da la misma seguridad que batir los huevos en el plato casi roto de tu madre. Es un flashback uterino.

Al año le queda un tiento, y ponerle bolas de colores es un desafío, una provocación, casi un desliz perdonable. Cuento muchas carcajadas, algunas patas de gallo y miles de kilómetros. Noches de hotel, bailes jacarandosos de madrugada, algunos quebrantos. Una muerte muy cercana que abrió una grieta en el corazón y se ha quedado a vivir para siempre. Un regreso al pasado con plan renove y besos a tornillo. El desdén por las dietas, la militancia rebelde y cierta desidia conocida y familiar al comprobar que la bombilla sigue sin lámpara y la tira del parquet sin barniz. Seguimos vivos.

Te dejo y hago un responso por el viejo árbol. Del belén, ni hablamos. Detesto las figuritas y las chukis ya no insisten. La luz grisácea ahí fuera avisa de que algo termina, y muy mal se nos tiene que dar para no echar alguna lagrimilla por lo perdido, por lo que no fue.

Y termino con un brindis robado: “que cuando estemos peor, estemos por lo menos como ahora”