Recuerdo la primera vez que vi el museo Guggenheim de Bilbao, como un barco de plata que aparecía de súbito al tomar el Puente de los Príncipes por carretera. Me estremeció la contundencia de su proa, y cómo las diferentes perspectivas según lo rodeabas lo convertían en un titán u otro, siempre prodigioso. Entonces aún no imaginaba que habría clones de este edificio de Frank Gehry hechos por el mismo autor dispersos por el mundo, como si su genio se hubiera quedado varado en Bilbao y sólo restara la posibilidad de un eco más o menos desvirtuado de lo mismo. Entonces aún me enamoraba de la arquitectura estridente, como me enamoraba de tipos provisionales que resolvían algunas casillas de mi crucigrama y después dejaban de tener razón de ser.
Creo que esa primera vez apenas me fijé en Richard Serra. O me fijé lo justo mientras recorría sus formidables elipses de acero oxidado dispuestos en planos imposibles bajo el título “La materia del tiempo”. Era, diría, ese tipo que te presentan en una fiesta y está callado, pero su presencia ocupa tres o cuatro cuerpos más que el suyo. Si no te acercas a hablar con él, te irás pensando “qué hombre más interesante”, con esos huesos prominentes en su cabeza, esa mirada de águila y unos rasgos judíos tan potentes que sin hacerle guapo lo dotan de un atractivo magnético y salvaje.
La cosa es que hoy he vuelto a Serra, y al Guggenheim, claro. He recorrido el pez mientras Minichuki decía “¿qué pez?, ¡esto no es un pez, mamá!” Y he entrado en la materia del tiempo con emoción contenida. He sentido el mareo, la euforia, el aplastamiento de esas moles que te rompen las coordenadas espacio temporales, mientras un grupo de niños daban por saco sin que sus padres aparentemente tuvieran mucho que decir. Y después, he hecho lo que entonces no hice: ver el documental, el making off de este hombre que parece que ha nacido con un gorro de lana bien calado, para que su genio no se enfríe. Y el tipo, hijo de un español pobre y una rusa judía, cuenta cómo empezó en la pintura copiando a Pollock, y cómo tras pasar por el estudio de Brancusi se enamoró de la escultura y se encontró a sí mismo. Y empezó a imaginar cómo intervenir en el espacio, en lugar de cómo rellenar un espacio. Y en un momento dado desenfunda su lápiz y dibuja un donut y lo deconstruye para mostrar cómo sueña esas láminas, y pide perdón porque lo está dibujando mal. Y poco después lo ves guiar con sus propias manos, agachado y en cuclillas, el asentamiento de una enorme escultura con un respeto tan ceremonioso que se hace un silencio absoluto y reverencial.
Creo que pocas veces se asiste a una manifestación de la inteligencia humana tan bestial. Hay muchos tipos de artistas. Algunos hacen una gran obra y se quedan ahí, impotentes mientras se copian a sí mismos hasta el paroxismo. Otros siguen experimentando contra su propia naturaleza. Yendo más allá para desafiarse y romper con un pedazo de acero todas tus convicciones y tu manera de mirar la creación. Y es tan sublime que la metáfora de su grandeza y tu pequeñez, mientras buscas angustiada el final del caracol, resulta demasiado fácil.
Y es un bajón después de subir al cielo darte un paseo por su vecino de la segunda planta, David Hockney, que seguro que es un genio pero a mí se me escapa y no dejo de mirar esos enormes cuadros hechos con Ipad como posters grandilocuentes. Y lo imagino como el tipo que en la fiesta hace trucos de magia para sorprender y que las chicas lo aplaudan.
Pero después de fijarte en Richard Serra, como después de fijarte en un hombre que te mira así, es difícil mirar a otra parte. Esa es la verdad.