Ayer dudé durante no menos de cinco minutos de si estábamos en 2014 o en 2015. Si esto no es desconexión, que venga dios y lo vea. La culpa la tiene la pegatina de aparcamiento de zona de mi coche. Juraría que la cambié el 1 de enero, pero parece que no. Con las multas de ocho meses Manuela Carmena va a poder alojar a sus okupas en el Ritz, con servicio de habitaciones incluido.

Poco a poco voy tomando conciencia del final. Miro la nevera y calculo la extinción de las viandas. El heliotropo del porche, que andaba medio lelo,  ha resucitado desde que las chukis parlotean cerca y del libro abrumador que ya sabéis -El Jilguero de los c—–s, he coronado 327 páginas, pero dado que son 1.143 y mi condición de promiscua lectora (ando con tres a la vez, cosa que jamás hice con los hombres ni con los menús) me temo que no me enteraré del desenlace hasta mi vuelta a ese páramo de asfalto que empieza por “M” donde llevo tacones absurdos y el suelo quema.

Uno regresa antes del regreso, se me ocurre, y lo fascinante es la ausencia de pesar. Mi adaptación al medio es formidable.  Hoy estás, mañana no estás. Lo simple es siempre lo más contundente. Así me lo hace saber mi gurú D. desde el más allá: El Economist va a publicar en las próximas semanas una serie de artículos acerca de las cosas que no se entienden del universo. Te adjunto el
primero de ellos, sobre el origen de la vida. Están intentando
demostrar experimentalmente que si mezclas agua, hidrogeno, amoniaco y
metano, y le aplicas energía, aparecen las formas elementales de vida
que son nuestros antepasados
“. Le respondo de inmediato: “Ahora entiendo por qué algunos huelen tan mal”.

Minichuki -que escamotea las duchas todo lo que puede pero aquí no huele a chotillo, o huele pero como estamos en el prado y hay más ganado cerca no se nota- es mi banco de pruebas para esa y otras teorías. Ayer la reté a una partida de petanca y celebré mi victoria como si se tratara de un gran slam. Por la noche, en tertulia con las dos mayores, llegamos a la conclusión de que soy una pesada idéntica a la madre de mi tercera hija, la de acogida: “Vaya, que parecéis gemelas. A mí también me tira la ropa al suelo cuando el cuarto está desordenado y me hace volver la primera por las noches”. Ser tan chunga como mi amiga P. me llena de tranquilidad. Sus medidas catastróficas son mis medidas, y aunque dos no forman un club, estoy por crear un grupo en facebook de “brujas malvadas con postadolescentes que siempre quieren más y tiran las bragas por el suelo para que un duende despistado se los recoja por las mañanas“. 

Mi condición de madre justita de aliento y vocación se consolida con los días. Para liberarme de la culpa perpetro teorías perversas, como que los progenitores entregados lo son porque no tienen inquietudes propias. Un hijo te absorbe si puede y te dejas hasta el infinito y más allá, y si eres egoísta en el sentido literal -con ego, identidad propia- te inventas normas para aliviar tu conciencia. Luego organizas actividades culturales con el ánimo de que se les pegue algo, y por último tiendes lavadoras en silencio, concentrada en que las camisetas caigan sin una arruga porque la plancha para ti es como los dientes de ajo para los vampiros. Por último, les has charlas instructivas sobre temas como: “aprovechar tres meses de verano trabajando y no sin dar un palo al agua, modo de empleo” o “un padre encantador puede ser también un viejo verde, ojo al parche”. Dos ítems de lo que me sentí orgullosa. Simples, como la composición de nuestros ancestros, de los que el otro día el guía de la cueva del Pindal nos hablo con prodigiosa precisión: 

-Estuvieron aquí hace unos miles de años. 
-¿Cuántos miles?, ¿¿14.000, 20.000?? ¿Qué significado se supone que tienen esos signos?, quise saber.
– No se sabe qué significan sus signos, hay diversas teorías. 
-¿Qué teorías?
-Muchas. Teorías diferentes, que llegan a distintas aproximaciones…
-¿Por ejemplo?
-(…) (¿Te vas a callar de una vez, rubita impertinente?)

Tuve que claudicar en mi interrogatorio. Mis postadolescentes  me miraban fatal, con cara de “ya está mamá dando por saco con sus preguntas al guía de turno” y hacía mucho frío. La curiosidad puede ser molesta, pensé, pero su ausencia es la muerte. Peor que tirar las bragas por el suelo. Peor que quedarte sin gasoil en medio de la carretera y de la noche. Peor que no saber en qué año vives.

P.D. Creo que ya sé por qué no me engancha ese best seller tan laureado. Me cuenta una historia, sí, pero no hay metahistoria, ningún párrafo que me descoloque, ningún hallazgo subrayable que me deslumbre o me haga pensar sobre la condición humana. Es literatura de agua, metano, hidrógeno y amoniaco. Bien mezclada, desde luego. Muy correcta, correctísima. O lo mismo yo no estoy para largos recorridos, que también podría ser.