Cada vez que voy a IKEA, me contracturo la espalda. Así que  lo que me ahorro por un lado me lo gasto en el fisio. Pero nada que no compense esa sensación de autosuficiencia que otorga coger de la estantería M-4, supongamos, una balda con endiablado nombre sueco que luego no encaja en el hueco donde pensabas colgarla (porque medir está sobrevalorado, ya tú sabes).
Me costa que esto no tiene ningún interés, pero ya que desde aquí hago befa y mofa de mis semejantes, hoy seré yo misma el objeto de escarnio para compensar.

A las madres divorciadas y amas de casa mejorables nos da de vez en cuando por ponernos a prueba y demostrar al mundo que podemos. Yes, we can. Y aunque mis allegados ya se lo saben (dejad de leer right now), el fin de semana pasado me lo pasé deslomada por los armarios de mi casa en un sube caja-baja-caja-tira ropa-limpia-cajón frenéticos que terminó con una excursión a ese centro comercial del infierno petado de familias que te demuestran que la familia es una unidad diabólica de destino y cajeras que fingen ser amables porque las vigilan con cámaras de seguridad.

No contenta con mi hazaña, al llegar a casa encendí mi MAC (mi más mejor amigo) y dediqué hora y cuarto a hacer mi pedido de Mercadona (la marca blanca de la sangre azul). Concentrada como si estuviera guiando el aterrizaje de un cohete en Arizona, fui dándole al clic en todos los productos que una madre debe acarrear para que el Defensor del Menor le haga la ola en una inspección fortuita. Sin escatimar. Tres días después el pedido llegó a casa mientras yo estaba en el trabajo, y mi nueva ángel de la guarda me llamó por teléfono.

Parte del botín lácteo

-Verás, cariño (así me llama y me encanta), creo que te has equivocado. Acaban de subir 144 litros de leche. El señor ha tenido que hacer varios viajes. Cree que somos un comedor social o una guardería.

Efectivamente, en lugar de comprar 24 litros había comprado 24 cajas de seis litros. Si como ama de casa soy un crack, como despensera de colegio mayor no tendría precio.

Entre la contractura y la humillación, llegué a la camilla del fisio, que llegó a una conclusión inmediata: “debiste subir y bajar cajas de media tonelada, porque tienes los músculos agarrotados”.

-Es que media tonelada para mí son 120.000 kilos, grosso modo. Me pasa con la leche de Mercadona y me pasa en general.

Con tanta confusión, he soñado que hoy iba camino de una boda (ese es el plan) y paraba en una gasolinera enmedio de la nada a repostar. Después, pedía tres cafés con leche al camarero, que miraba buscando al resto de la familia, y me los bebía uno tras otro, para dirigirme a la tienda anexa a por cinco periódicos idénticos.

Al volver al coche, abría la maleta y comprobaba con horror que estaba medio vacía. Mi vestido negro de satén tendría que llevarlo con las zapatillas de correr y una sudadera costrosa. El único estilismo completo que se abría ante mis ojos no se lo pondría ni Lady Gaga en sus momentos más mamarrachos. Regresar a casa eran doce horas de coche. Así que me senté y fui leyendo los cinco periódicos, uno a uno, convencida de que ese era mi karma por ser tan desastrosa en las intendencias domésticas.

Al despestar he experimentado ese alivio de la pesadilla interrumpida y me he apresurado a la cocina a ver si todo había sido un mal sueño.

Los 244 litros me esperaban allí, quietecitos.

P.D. Me llamo V. y trato con esfuerzo de ser madre aceptable, profesional solvente y discreta ama de casa, pero no siempre lo consigo. En mi adolescencia suspendía matemáticas pero las letras son mi camino de Oz y mi diván para curarme de la certeza de que dos y dos son 120. De que la imaginación, esa que me alimenta, a veces se lo cobra caro y convierte mi casa en un almacén de leche sin lactosa. El arranque perfecto para un relato sobre una loca que ha oído que estalla la guerra y se refugia con sus hijas para no salir jamás.