Macarena García-Blancanieves

Suelo enfermar de rabia cuando veo una mala película que prometía, sobre todo si es española (la última de Isabel Coixet me disparó la urticaria hace unos días). Experimento un sentimiento tan antichovinista que roza la vergüenza ajena.  Pero ayer vi Blancanieves, de Pablo Berger, que se me pasó en su momento y también tras los Goya, y volví a creer como otro Pablo, el bíblico,  tras caer del caballo.

No soy de las que se plantan el clavel y salen con un Pichi al lado a isidrear en Mayo. No por nada, ya he contado que en mi casa se escuchaba Zarzuela a todo trapo y que aún hoy sería capaz de entonar fragmentos de Agua, Azucarillo y Aguardiente o de Luisa Fernanda sin más problema que el rubor o el desentone. Pero ayer alguien de ese Ayuntamiento que critico tres veces al día programó la proyección de la película en la Plaza Mayor, con una orquesta que desgranaba en directo su banda sonora magnífica. Entre los músicos estaba Agustín de Vilallonga, artífice de esa joya musical que nos estremecía mientras una brisa suave nos rodeaba a los cuatro mil afortunados que estábamos allí.

Madrid era el pueblo de Madrid de “una morena y una rubia“… Sillas de madera,  bocadillos de tortilla y conversaciones cruzadas entre vecinos que hasta ese momento no se conocían. Mi hermana y yo, con nuestras viandas, charlábamos sin importarnos la espera de más de una hora ni que, por la ley de Murphy, me tocara delante un armario de tres puertas que me obligó a convertirme en una avestruz en busca de un ángulo para ver bien la pantalla.

Una pantalla donde Macarena García te llevaba en volandas al epicentro del sentimiento, con unos ojos tan expresivos que te hacían añorar los tiempos del cine mudo, donde cada espectador escribía las líneas de un guión irrepetible. Y donde Maribel Verdú era una mala tan cruel que a la salida mi hermana comentó lo mal que  “le sienta el paso de los años, no crees? ¿o será por el personaje?”.

Plaza Mayor, anoche

(Querida M., si a la Verdú le sientan mal los años yo soy Nosferatu en un mal día, una Klaus Kinski aficionada sin cuello a donde abalanzarme).

Anoche, digo, mientras los seguratas se aseguraban de que nadie moviese un milímetro su posición (efectos del Madrid Arena, me temo)  asistíamos a un recital de poesía hecha cine, a un cuento de derrota y éxito, de amor y duelo. Tan bien hilado como uno de esos mantones bordados de seda de colores. Aunque fuera en blanco y negro.

Pensé cómo podía haber dejado de ver esta película. Qué hubiera sido de mi vida sin la noche de ayer. Sentí que no estuvieran las chukis conmigo para compartirla.

Quise llamar a mi querida A. a la salida, guionista brillante y ardiente defensora de lo suyo, para decirle que vuelvo a creer en el cine español. Pero era muy tarde cuando los cuatro mil abandonamos la Plaza Mayor, más bella que nunca, con la sensación solemne y compartida de haber asistido a un espectáculo único, luminoso, excepcional.

Y esta noche aún sonaba en mi cabeza “No te puedo encontrar“, de esa mujer de voz prodigiosa llamada Silvia Pérez Cruz que cuando canta detiene el viento y te dan ganas de bailar. Aquí os la dejo…