Últimamente, si uno quiere parecer interesante, debe fingir que conoce muy bien a Bill Viola.

El videoartista americano se ha apoderado de las conversaciones de muchos esnobs, aspirantes a intelectuales, o de intelectuales sin corsés que no cultivan el arte especialmente pero entienden que una imagen -más una videoimagen- es una erupción ardiente que suele dejar cenizas de lava enjundiosas con las que construir teorías asombrosas (y boutades, según las manos en las que caigan, como casi todo).

La ventaja de una imagen es que permite la diarrea interpretativa. Todos las hemos dicho, yo la primera, aunque debo reconocer que los años me hacen estar cada vez más callada delante de un cuadro o de cualquier manifestación del arte. Me parece que contaminar con palabras una impresión, un rapto de inspiración de otro, sólo está al alcance de unos pocos. El respeto es la verdadera religión, la única que convierte al talibán en virtuoso. Y el monólogo interior funciona divinamente como sucedáneo del impulso verbal.

Acciones frustrantes y gestos en vano“. Este título de una exhibición de Viola en Londres, poco antes del verano, me lo guardé como un tesoro que me contaba cosas y me hacía pensar en muchas otras. Entonces conocía de Viola lo que conoce mi círculo más próximo, pero me parecía que concentrar en un título la desazón cotidiana ya era grande. Me pareció que si elimináramos de nuestra película vital las acciones que nos empujan a girar en la rueda del hámster y los gestos que no se sustancian en nada más que simulación, el video resultante sería una pantalla llena de rayas, probablemente horizontales, con algún punto de calor. Algo parecido a la carta de ajuste de mi infancia.

Puede que Viola reflexione sobre los rellenos de la existencia. Sobre todo ese cemento con el que tratamos de dar solidez a nuestra debilidad, a la escasez de pilares y andamios que conforman el esqueleto de lo que somos. Es posible, permítame Bill la osadía de pretender interpretarlo, que si nos proyectáramos en una pared como él hace con sus creaciones, enmudeceríamos para siempre y nos volveríamos más cautos, más económicos y menos farsantes.

Pero lo mejor de este señor sobre el que desaconsejo vivamente divagar en esas cenas sociales entre el segundo y el postre, es que incluso cuando se explica sin imágenes dice frases contundentes, aptas para ese desierto que se extiende entre el postre y el café: “Todo empieza a ser más atractivo para mí, pero como no puedo abarcarlo he empezado a seleccionar qué caminos tomar para el resto de mi vida”. A sus 62 años ha entendido que uno no puede dispersarse eternamente. Que llegar a una edad sin dos o tres conclusiones simplificadoras es un desatino insoportable.

Viola ha aprendido a violar obras de otros y reinterpretarlas a su manera. Eso que otros, los desvalijadores profesionales,  hacen sin citar la fuente, como si fueran fruto de un arrebato, de un rapto creativo personal. Lo mejor de citar las fuentes es que te permite mucha libertad. Al fin y al cabo, una fuente no es más que un pilar ajeno dobre el que apoyarte para tomar tu propio impulso, tu camino. 

Como no soy esa fan de Viola de toda la vida que dominaría toda cuestión sobre el artista, me he propuesto ir a verle este fin de semana a la Real Academia de San Fernando, donde exhibe sus videoinstalaciones en la muestra “Bill Viola en Imágenes”. Prometo estar muy muy callada y dejarme ir, a ver qué me cuenta. Y tomar dos o tres notas al vuelo que, con su permiso, darán pie tal vez, en un futuro, a un relato, a un post o a una de esas frases que no digo por pudor, pero me ayudan a seleccionar los caminos que quiero recorrer de aquí al resto de mi vida.

Dispersarse es morir.