“Mozart había encontrado ya su camino; se había liberado de la convención de la ópera seria italiana y alejado de la inevitable alegría napolitana de la ópera bufa. La serenidad y el gozo serán siempre fundamentos de su mundo operístico, pero una veta melancólica crece progresivamente y lo empuja imperiosamente hacia pensamientos elevados de muerte; nace con ello la divina “risa entre lágrimas”, la ambigua alegría que se prende en un suspiro, auténtico distintivo de la música de Mozart. Breve historia de la música. Massimo Mila. Península.

Ayer M.J y yo nos hicimos un Mozart mientras recorríamos Madrid a oscuras. Mi amiga me recoge una vez a la semana en mi trabajo para volver juntas a casa y hablar de nuestras cosas. Cuatro kilómetros de confidencias a paso ligero entreveradas con sesudos comentarios del tipo “me he comprado una chaqueta de azafata de congresos a la salida del gimnasio después de que una monitora sádica me haya machacado con sus arengas a grito pelaó. No sé cómo interpretarlo“. Luego nos tomamos una caña en el bar junto al colegio de las chukis y me reencontré con el camarero que, tiempo ha, cuando Minichuki acababa de nacer, nos ponía los cafés a un grupo de mujeres justo antes de salir pitando a nuestros trabajos. “No hacía falta que pidieran, yo ya sabía qué quería cada una”, explicaba el hombre a mi amiga, con sonrisa de profesional que domina su trabajo.

Cuando alguien se adelanta a tus deseos, te conoce muy bien. M.J sabe cómo agradezco y disfruto su compañía y qué relajado es para mí ponerme en sus manos, dejarme conducir por las aceras y saber que entre nosotras no hay convencionalismos que valgan. Ayer hablábamos de cómo interpretar si cuando alguien te pregunta cómo estás en realidad quiere saber cómo estás. 

La cosa a menudo es como sigue.

-Hola, ¿cómo estás?
-Bien (¿o te cuento?)

Me pasa que desde que me he alejado de la ópera bufa -no me gustan las patochadas musicales, ni las otras- suelo contestar de verdad, y a veces no sé si es bien recibido. A menudo preguntamos por cortesía y nos desconcierta que el otro se saque el corazón y responda como nos incomoda un striptease no deseado. La serenidad mozartiana es poder contar en confianza las notas que tejen la sinfonía de tu cuerpo. El La menor de tus costillas astilladas o el allegro ma non troppo de tu pulso en observación. A cambio uno espera sinceridad en justa correspondencia, pero a veces  se queda sin adivinar las verdaderas intenciones.

-¿Cómo estás tú?
-Estoy muy bien, gracias.

(¿La ambigua alegría que se prende en un suspiro?)

Ayer una monitora motivada me convenció de que abandonara la cinta de correr y me uniera a su clase de bicicleta diabólica. “Sólo hay chicos, vente porfa”… Tras decirle que el spinning me angustia y me provoca taquicardia, claudiqué y la seguí al cuarto oscuro, donde me hice fuerte a los pedales. A los pocos segundos sentí que me había colado en una discoteca afterhours llena de teenagers puestos de speed y con más decibelios que un concierto de taladradoras. Juro que hice my best, pero a los diez minutos me bajé, aturdida y tuve que sufrir la humillación de escuchar  a mi maestra despedirme desgañitándose mientras mis compañeros se volvían a mirar mi salida con gesto de “menuda blanda la rubita”.

Afuera estaba el jefe de todo, Mr.Proper, que me preguntó en argentino tanguero esa pregunta que carga el diablo:

-¿Cómo estás?

Y yo, claro, contesté porque una vez que empiezas a sincerarte y coges carrerilla ya no hay retorno.

-Estoy noqueada. Esto del spinning es un delirio para drogadictos a los que su camello ha abandonado a su suerte en un desierto y tienen mono. No pienso volver a esa clase porque ahora mismo tengo el corazón en la boca y necesito olvidar esa música con un chute de Mozart o con una blazer de azafata de congresos.

Después de una noche pedaleando en sueños, he llegado a la conclusión de que voy a seguir diciendo mi verdad cuando se me pregunte. Pido disculpas de antemano si disturbo a mi interlocutor porque prefiera que le diga “muy bien” por defecto. No es mi intención descolocar a nadie, lo prometo. Simplemente asumo que hay que reducir las frases huecas y ser franco porque es bueno para barrer los triglicéridos de la melancolía. Hace mucho que no voy a discotecas a entablar diálogos sin alma y me siento como cuando se encienden las luces, se apaga la música y sales de tu cuerpo y te escuchas pronunciar la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad. A gritos tan bestiales, tan descarnados como los de la motivada de la bici. Pero sin imposturas.