Muchos colores vivos, muchos sonidos diáfanos, algunos seres humanos, caricaturas, cómicos, varios momentos violentos de ser“.

Así describe su infancia Virginia Woolf, y yo la descubro insomne en un libro de casi 900 páginas que algún día leeré, pero no de un tirón. “Virginia Woolf. La Vida por escrito” (Irene Chikiar Bauer. Taurus) promete darme mucha felicidad, pero me asusta con su envergadura. Otros usos probables del libro serían hacer callar a alguién, abrirle la cabeza o crecer 7 centímetros sin subirme a los zapatos. 

Mi adoración por la escritora tiene sus limitaciones (pocas, ciertamente). Pero su descripción se adapta a mi jornada de ayer. Si agito las cenizas del insomnio veo cuadros, instalaciones y esculturas. Un jardín sofocante y multicolor donde fue titánico conseguir un plato de sushi y donde a falta de asiento me posé sobre un foco que casi me achicharra. Veo un encuentro con una amiga Guadiana y un abrazo fundido a negro de no menos de 15 segundos que nos agitó entre pabellones de ARCO. Veo una conversación con un hombre, abogado, que negocia sellos de transparencia con políticos. Y me veo a mí misma preguntándole: ¿Se puede ser ser transparente y corrupto?

No penseís. La respuesta es sí, se puede.

Virginia Woolf

Veo un encuentro en una fiesta con un hombre afónico que me agarra el brazo y pega su boca a mi oreja y me pregunta por alguien que ya no es. Y me veo en la tesitura de seguirle el juego, pero no se puede engañar a un afónico que te mira con cariño y no despega sus labios de tu lóbulo, así que le doy el titular, y un breve desarrollo, y me besa y musita “hay que mimar a las personas”.

Veo que ayer fui besada y abrazada a tutiplén y no me parece nada mal. A cambio me empujaron sin recato y casi tropiezo con mis botas megafashion a juego con un mono negro de crepe rompedor (en casa las chukis aprobaron mi look no sin antes comentar: mamá, te vas a matar). Y me veo a mí misma descubriendo un edificio, la Fundación Giner de los Ríos, para desvestirlo de las luces de neón de la fiesta hasta que se mostrara puro, sus líneas defendiendo su hermosura. Y me veo, enseguida, pensando que la arquitectura hay que verla de día, como a los amantes, recién levantada y con ojeras (las suyas y las mías). Y que era bello ese auditorio rodeado de curvas de hormigón. Y que sería emocionante y privilegiado escuchar allí, recogida, un concierto de piano de Shubert (Sonata 960) cuando la primavera se instale y llegue  en cada nota la fragancia de la hierba del jardín.

-¿Se puede visitar de día? pregunto a quien organiza la velada.
-Llámame y por supuesto. (Alegría)

Fundación Giner de los Ríos

Varios momentos violentos de ser. De eso no veo, querida tocaya. Qué suerte compartir tu nombre pero no tu locura. La violencia de ayer era el estallido de los cuadros. Y encuentros reales que ahora parecen un sueño, como ese hombre que llevaba un zapato en el pie derecho y una bota de cow boy en el izquierdo. Se había intercambiado el calzado con un extraño bastante guapo que acababa de conocer en el planeta gay de la noche. Barbudos, trajeados, perfumados. Artistas y seres que han perdido la voz.  La posibilidad de una huida temprana y mi querido A. que me lleva en volandas a la puerta a por un taxi, cariñoso y alegre.

Y un pensamiento. Me gustan los hombres dulces. La delicadeza que no es femenina pero no teme acercarse. Los mimos intempestivos. Encontrarme a M., tan estilosa siempre y optimista, que me dice que ha ido sola a la fiesta. Que ya aprendió a desafiar la soledad con una copa de vino lenta, nunca apresurada. Y echar un rato con ella, apoyadas en la pared, una cerveza fría y contarle que sólo hace unas horas me abracé en ARCO con A, que también es su amiga. Y brindar por el arte y la alegría. Por los seres que te hablan y es como si te tendieran una manta de cashmere y te cantaran una nana mientras el piano desgrana los últimos acordes del día.  Diáfano, vivo, woolfiano a más no poder.