La camarera del restaurante donde vamos a menudo es arisca como ella sola, pero la aceptamos así después de muchos almuerzos con malas caras y platos lanzados con violencia sobre el mantel. Cuando uno logra tener un bar de referencia, un Cheers sin barman macizo, le admite ciertos defectillos, igual que a la pareja que se ama. En este caso, no es que la confianza diera asco, es que el asco (el suyo) daba lástima porque sólo podía proceder de fondos abisales a los que los clientes no bajamos ni con escafandra.

-¿De qué tenéis las tartas hoy? pregunta J.E, como hace siempre.
-No hay tartas. Los cocineros se niegan a hacerlas. Llevamos sin cobrar desde febrero.

Mis amigos y yo exclamamos un “Noooo” colectivo, y ella pone una de sus muecas bordes de ese repertorio a las que ya nos tenía acostumbrados: “Sí, es la verdad. No hay sueldo, no hay tartas”.

Entonces J.E, como hombre del grupo, se ofrece a partirle las piernas a quien corresponda. La camarera no hace el esfuerzo de sonreir: “Soy búlgara, conozco a búlgaros que matan por dinero y si quisiera ya lo habrían hecho”. La creemos a pies juntillas. Luego le ofrece natillas al aspirante a justiciero y se da la vuelta. J.E le mira el culo con su descaro habitual, más de niño juguetón que de viejo rijoso.

-Por dios, JE, deja de mirarle el trasero a esta pobre chica.

Cheers

-Siempre lo ha tenido muy bien, es la verdad…

Si te cierran el lugar donde te juntas con tus amigos te quedas un poco huérfano.  La crisis, responsable del cierre de tantos locales y la pérdida de empleo de tantos camareros, está teniendo ese efecto de diáspora. En este restaurante conocí a este grupo gracias a la generosidad de M., amigo al que veo menos que a sus amigos heredados. Aquí nos confesamos nuestras cuitas mientras la camarera respondía que “ni de broma” a su petición provocadora de servirle el pescado sin espinas. Aquí he esperado a mis citas muchas veces cuando se retrasaban, y he parecido la clásica mujer a la que plantan los hombres. Hasta que la otra camarera, aún más borde, y yo nos hicimos amigas un día en que su grado de maltrato rozó el paroxismo.

-¿Pero qué te pasa, mujer? pregunté.
-Que esta vida es una mierda y trabajo mil horas y hay clientes imposibles. Y más cosas que mejor no cuento porque me las como yo con patatas.
-Ah, ya.
-Y tú deberías llegar tarde alguna vez, que tus amigos son unos impresentables.

Y así, año tras año, las bordes y nosotros nos hemos acostumbrado a un ritual que se repite. Al cocido completo de los miércoles y a los secretarios judiciales en la mesa de al lado. Y ahora comentamos que no cobrar desde febrero son muchos meses de cruel incertidumbre.  Y ahora podríamos entender la bordería y los desplantes. Y mis amigos y yo pedimos la cuenta, como siempre, y nos planteamos si debemos abandonar el barco como castigo al dueño de un local que siempre está lleno. Y no entendemos nada.

Y al salir, la camarera búlgara nos regala una media sonrisa como despedida.