Dos desnudos y un gato.Museo Picasso

Sostiene Ribeyro que “lo tardío, lo superfluo, lo antiguamente codiciado, se amontona en torno nuestro, se organiza en lo que podría llamarse una casa”. Lo dice después de contar que durante diez años vivió emancipado del sentido de la propiedad, de la profesión, de la familia, del domicilio, y que viajaba con una maleta llena de libros, una máquina de escribir y un tocadiscos portátil. “Pero era vulnerable y cedí a sortilegios tan antiguos como la mujer, el hogar, el trabajo, los bienes“.

A Julio Ramón Ribeyro hace tiempo que le tenía ganas. Fue J.E quien me lo recomendó un mediodía mientras comíamos en el Pabellón del Espejo, ese coqueto restaurante art nouveau que afrancesa Madrid y planta su descaro pícaro de cristal a la grisura solemne de la Biblioteca Nacional.

“Debes leer las Prosas Apátridas“, recitaba él, hombre de americana rosa y pajarita. Y yo apuntaba con diligencia de alumna voraz y agradecida. Luego pasaron los días, ese estío de junio, pasaron los libros y se me estropeó el móvil donde tomaba notas. Hasta que la semana pasada entré en casa de J. y ahí estaba, como una pista para tuertos que debía encontrar a la primera. “Llévatelo, te vendrá bien para el tren”, me dijo él. “No podría, leer sin subrayar es imposible”. Y entonces me dio carta blanca generosa para hacer y deshacer con el lápiz -obligada tibieza, yo suelo subrayar con eye liner e incluso con rotulador-. Y en un Madrid Barcelona a 300 km por hora me sumergí en Ribeyro en apnea y entendí que estábamos predestinados a encontrarnos y compartir manta y sofá.

Catedral del Mar

La mujer, el hogar, el trabajo, los bienes. La lista de la claudicación. Sostiene Ribeyro, sí, que hay un día en que has construido tanto que ya no te queda otra que habitarlo. Y que esa vida acumulativa “termina por edificarse en el umbral de nuestra muerte”. Acumular es cavar una fosa bonita, pero fosa. Un gesto inútil que nos llena de ensoñación como esas estanterías plagadas de adornitos destinados acumular polvo para que las señoras de antes (y algunos señores extravagantes) pasen el plumero y muevan el polvo a un destino menos molesto a los ojos.

Nunca entendí lo del plumero como instrumento de limpieza. Sí de tortura para gatos, sí de danza tribal o de dirección de orquesta simulada. Ahora que por fin se ha desenmascarado a las ondas gravitacionales lo mismo alguien aplica una fórmula a la caída y dispersión del polvo, desenmascarada siempre por un rayo de luz inoportuno. Ese milagro que ofrece la cotidianidad y al que no se le presta la debida atención. La mujer, los polvos, el hogar…

Frente a Museo Picasso

A mi amigo R. también le provoca la lectura de Ribeyro, pero el viernes, antes de sucumbir a la gripe o a un ataque de alegría por nuestro encuentro largamente postergado, me puso sobre la pista de Gaziel. “Lee “Meditaciones en el desierto“, mi rubia”. Yo apunté, cruzando dedos para que el teléfono dure más que mi memoria. Y luego R. se acostó y aún no se ha levantado. Así que nuestro cicerone en Barcelona nos dejó solas ante esa ciudad reventada de sol y transeuntes Rambla abajo (¿nadie sube la Rambla o sólo lo parece).

Y hoy, ya de vuelta a mi guarida de la acumulación, acumulo imágenes: tres mujeres tumbadas en la playa de la Barceloneta, con nuestras bicis a tiro de vista. Un concierto de guitarra en la Iglesia de Pi, noche templada. El Picasso Margot, y dos amantes con gato que mi hija pequeña no entendía: “¿Pero qué están haciendo, mamá?”. La bajada en curvas del parque Guell con dos mujeres árabes con las que entablamos conversación y complicidades. Ellas tocadas con velos, sonrientes y libres. Ojos verdes. Una cerveza helada con deliciosa sepia. Los nervios góticos, alados, de la Catedral del Mar. Un Pope ortodoxo surgido de la nada. Encantadoras plazuelas, tantas como recodos. Coquetas, disponibles. Tendederos con ropa en el Ravall. Tiendas vintage. Las frases sentenciosas de mi hija I.: “Este café sabe a río”. Hotel con tres camas, tan felices de ser juntas y disfrutarlo lejos de casa; de nuestras cosas y costumbres. Liberadas al fin, en plan Ribeyro.