El vestido de Audrie, en el Thyssen

Arranco en mi noche desnortada de domingo un libro sobre monjas -“El enigma del convento“, de Jorge Eduardo Benavides (Alfaguara), que me dedica su autor: “Para V., esta historia de monjas, enigmas e independentistas (no catalanes)”. La trama se hilvana en las primeras páginas: la madre superiora de un convento recibe en su celda a una joven interna con el corazón destrozado de desamor y procede a contarle su historia. Me acomodo en la cama para hacer hueco al llanto de Ana Moscoso mientras pienso que un convento es una bicoca. Un lugar de paz donde tus necesidades básicas están cubiertas, no hay desempleo y compartes marido con otras mujeres sin que los celos hagan de las suyas. Confiada en que habrá amor para todas, a radudales. Y comes bollos hechos con harina integral y mantequilla, y cantas salmos y te acuestas temprano sin que nadie te diga que eres un muermo y el hábito volandero impide que se delate la caída de tu cuerpo al paso lacerante de los años.

El libro me viene al pelo porque  llevo vida de monja con salidas programadas al “fascinante” mundo de la noche (de las que vuelvo fané y descangallada tras abandonar los gin tonic sin  darles más allá de dos breves sorbos). Y a menudo me rodeo de amigas. Ayer M. me contaba un nuestro súper plan diurno de expo Givenchy (Museo Thyssen) más aperitivos al trote por los aledaños la última de cierto jefe mediocre, testiculero y desalmado y ambas llegábamos a la conclusión de que nos estamos haciendo feministas sin querer. Por el peso de los hechos y de los titulares de prensa. Hay un estilo de liderazgo femenino que se distancia del de ellos, salvando los casos particulares de jefas insustanciales, ladinas, injustas, falsas o aprovechadas, que también las hay.

Dicho esto, añadiré que nunca me han gustado especialmente los grupos de mujeres. Entiendo que el equilibrio es mejor porque a veces en estos gineceos se desatan las mismas pasiones y al hombre se le enaltece sólo por ser un bien escaso (no voy a entrar en lo de esa orden religiosa donde el cura presuntamente se las beneficiaba argumentando ser ¿el arcángel San Gabriel?). He asistido a cursos de literatura cargados de alumnas donde me sentía en un gallinero irritante y cierta misoginia asomaba después por mis relatos, inevitablemente. Pero en los buenos grupos de todo chicas -yo formo parte de algunos, como el de mis amigas de la universidad o las lideresas del curso Mujer y Liderazgo, además de mi propio hogar de madre con dos hijas- se respira una libertad y una confidencia que convenientemente regada con humor inteligente los convierten en conventos con música rock y empatía a raudales. Un sistema solar donde a las emociones se les permite barra libre y se debate sin necesidad de mostrar quién la tiene más grande.

Leo hoy que en Canarias hay una nueva asignatura obligatoria llamada Educación Emocional y para la Creatividad y me la quedo para mi selección de mejor noticia del día. Los niños de ocho años aprenden empatía, eso que consiste en identificar las emociones propias y del otro y actuar en consecuencia. Me parece que el mundo funcionaría mucho mejor y los conventos se vaciarían de Anas Moscosos si la sagrada virtud de la empatía reinara como reina dios, presuntamente, entre esos muros. Adivinar qué siente el otro, cuáles son sus necesidades, y anticiparse para hacerle hueco parece fácil pero nos pasamos la vida sin conseguirlo. Tirando a canasta y contemplando cómo la pelota se desvía de su objetivo. Para cuando hemos aprendido a encestar escuchamos el pitido del árbitro marcando el punto y final y es una pena.

Termino ya, con una anécdota. La hermana de mi amiga P. se divorció este verano después de trece años de matrimonio. El asunto reunió en el hogar  familiar a padres y tres hermanas, y hubo llanto y largas conversaciones y un afterhours de chicas, la vigilia del convento. Entonces el padre irrumpió en la cocina y miró a sus tres hijas, para clavar la vista al fin en la recién divorciada. Con todo el amor de un hombre de esa generación que no ha recibido clases de emoción  ni de empatía, y soltó una única frase clamorosa que atesoro para siempre jamás:

-Ay, pollito, la que has liaó.

(O sea: Hija, te quiero y acepto tu decisión, me duele tu dolor aunque no sé cómo decirlo. Puedes recostarte en mi espalda, no te fallaré. Duerme bien, hija mía, bajo este techo que es tu casa y siempre lo será)