Mi querida Big Bang,

Las gaviotas también hacen nidos. Yo pensé que eran bichos desnaturalizados, entretenidos en la tarea de pescar carroña de pez. Ratas voladoras sin sentimientos. Pero no. Ayer fui a inaugurar oficialmente el verano a la playa de Lord Byron y allí, sobre una roca escarpada, estaban ellas con sus crías pegando graznidos. Me puse a llorar. ¿Es grave?
Doy por hecho que en tu consulta no sólo admites piradas con delirios que hablan de mechas rubias y gazpacho. Si es así, no tengo lugar, pero sí algún que otro agujero negro fruto de haberme asomado a algún que otro precipicio. No sé si eso cuenta como herida de guerra, pero prometo que mis devaneos irán a más y, en lugar de hablarte de gaviotas, profundizaré en miserias del alma o en fenómenos paranormales.
Sin ir más lejos, y tras dejar ayer a los pájaros con sus arrullos maternales, avisté un bar que juro que el año pasado no estaba. Aclararé que este pueblo de casas desparramadas sólo tiene uno. Igual que sólo tiene un pequeño colmado y un hotelito con encanto. Pues ahora hay otro bar y no es nuevo. Se diría que alguien lo hubiera dejado caer, ya construido y con cierta pátina, justo al lado de las vías del tren. No sólo el bar, también a los figurantes. Parroquianos con pinta de ir a diario que en realidad nunca estuvieron. Pensé que el Gran Hermano (el de verdad) había hecho un casting para confundirme. Los tipos escanciaban la sidra con maestría, y eso un actor no lo improvisa por mucho método Stanislavski que se haya chutado. Hice como que no me enteraba de su impostura y, con un PRONTO en una mano que me informaba de la muerte de Michel Jackson -cadáver ya corrupto- y un vaso de sidra en la otra, brindé por la cándida adolescencia, el devenir de los milagros y el reencuentro con este lugar-bálsamo de realidades paralelas a donde vuelvo cada año a restañar heridas, estudiar las costumbres de su fauna (hoy toca caracoles) y vaciarme de la mugre y ponzoña que he atesorado durante el año.