Ayer volví a salir corriendo delante del ladrido de unos perros famélicos. A los perros no llegué a verlos, pero me los sé de memoria. Son los de un viejo pulgoso que habita en una calle adyacente de este pueblo de escasas calles, y los azuza para que ataquen porque no se atreve a hacerlo él. Todos ellos, chuchos y amo, adolecen de la más mínima higiene y fortaleza de espíritu. Son flacos, despeluchados, tiñosos y se rascan sin parar cuando no están entretenidos asustando damiselas.

Cuando les cuento a las chukis que he corrido como alma que lleva el diablo componen una sonrisilla lateral y se hacen las chulitas, un gesto innecesario dado que a ellas les da pánico esa calle, ese señor y esos canes poseídos por Satán. Yo, que tiendo a interpretar las señales desde mi agudeza cósmica, creo que debo cambiar de sitio. O añadir a las habilidades de mi próximo chófer/guía la de espantar cualquier especie animal hostil que se interponga en mi camino. Mientras llega este hombre Balay las niñas me dan ánimos como buenamente pueden. Anoche, sin ir más lejos, me hicieron la ola cuando volvimos de zamparnos unas zamburiñas&percebes y otras delicias marinas y conseguimos aparcar en nuestro prado safe&sound. En realidad, mis hijas son bastante desagradecidas, pero el marisco obra milagros y se mostraron felices y dispuestas a seguirme en lo que la enana llama ya “mis aventuras”. 

La lista de aventuras de este verano crece como las malas intenciones. En la playa es aventurado meterse más allá de unos metros, porque el Cantábrico contiene el rencor y la ansiedad de un ser mitológico de muchas patas. También explorar sin chanclas las rocas afiladas en busca de cangrejos. Actividad que Minichuki y yo repetimos todo el rato, ella en calidad de jefa y yo de esclava. Una aventura también  es reconducir las conversaciones telefónicas con mi padre, experto en echar balones fuera cuando algo no le interesa.

-Papi, ¿qué día llegas para celebrar tu 75 cumpleaños con nosotras?
-Aquí hoy ha caído una tormenta y vamos a cenar merluza a la romana.

Placeres básicos

O sea, que de recorrerse la cornisa norte rien de rien. Seguiremos huérfanas de padre y abuelo pero ya he decidido soplar velas como homenaje a ese hombre que sin ser de pueblo ha optado por fingirlo. Y lo borda. Y prefiere comentar los cotilleos del suyo que los pufos de los Pujol, ese gran tema. Nosotras, para no ser menos, abrazamos el campo como una patria húmeda y hacemos calendarios porque aquí las sidrerías se han espabilado y organizan conciertos de jazz, de soul y de charanga. Y es un gustazo contemplar a una pandillla de cuarentocincuentones desengrasar las caderas con una sidra en una mano y el secreto de la eterna juventud que es la madurez bien asumida en la otra.

Ayer, en una conversación en el Hoyu l´Agua, nuestro centro neuralgico de cariño y gastronomía, E. recordaba la primera vez que rodó en una autopista y yo aquellas tardes de domingo de mi infancia en las que mi padre, aún urbano, nos llevaba a Barajas a ver despegar aviones.  G. contó que había estado cerca de Oviedo, en lo que fue el territorio de su niñez, hoy pasto de horribles macro centros comerciales, y se le habían saltado las lágrimas. Parecíamos abuelos cebolleta sin nostalgia y sentí una absoluta conformidad con mi biografía. No volvería atrás ni un año, ni un segundo. Las Chukis, aburridas por el  NODO revival,  tecleaban frenéticas sus smartphones. Olía a patatas recién fritas y a buena compañía.

Lo dejo aquí, que tengo una cita con la senda que conduce en paralelo a los acantilados. En media hora estaré siendo bautizada por el mar, tras sudar la camiseta sin perros furiosos a mi grupa. Afuera el sol le está echando un pulso a las nubes. Hay unas vacas diletantes y si me concetro puedo ver la buganvilla que fue, trepando en el balcón. Suenan las campanas de la iglesia de este pueblo ateo, y es como el despegue jubiloso de aquellos aviones de mi infancia.