María mi peluquera marroquí encierra una filósofa bajo un cuerpo sensual que baila zumba alrededor de mi cabeza y me alborota la lectura de “Años luz“, una cita postergada con James Salter que tendrá que esperar a que el rubio debute con fuerza y María interprete que es el fin de la barra libre al comentario confidente y la metáfora. “Yo estoy sola, ya lo sé, y preparé un pescado de tres kilos en Nochebuena por si venía alguien a cenar. Pero no… Luego desconecté el móvil porque no quería que nadie me llamara y se compadeciera”.

(“La vida es el tiempo que hace. Son las comidas. Los almuerzos en un mantel azul a cuadros sobre el cual hay sal vertida. El olor de tabaco. Queso brie, manzanas amarillas, cuchillos con mando de madera”, leo en mi libro).

María se duele riendo con sus labios siempre rojos, hermanados con los míos, y me cuenta que es una esclava. Que cada mañana se arrastra tras una noche insomne hasta esa peluquería donde se le van las horas y la circulación de las piernas. Y canturrea y hace bromas a las otras chicas, que se encogen de hombros mientras ella se ofrece a salir a por chocolate puro o un café. A quedarse la última.  Y así hasta las nueve de la noche, cuando coge la escoba y barre mis pelos y los de las otras en un ritual repetido que la tiene deslomada. Pero antes siempre me regala algo, medio a escondidas. Una ampolla, un suavizante, y dos besos contundentes como su generosa humanidad.

Entiende María que la vida es entrega y ella está cansada de entregarse. Se casó dos veces, enviudó las dos, y hay hombres que se dejan ir, se arrastran tras su culo, tras sus pechos generosos, tras el cimbreo de una cintura que cualquier día se le quiebra de afán y esclavitud. María, ya lo entendí, sufre por ella y por el mundo, y se sumerge cada noche cuando llega a casa, tras dormitar en el autobús, las luces blancas, mortecinas, las ojeras y el rouge ya corrido, en su pantalla del ordenador. Y saluda a amigos de Canadá, de Marruecos, de Francia. Y pelea, me dice, contra la “piderastia”, y esos poderosos corruptos que venden democracía, con acento en la i. Y a eso de las doce se mete en la cama, tan sola y tan vencida, y espera a que el alba le devuelva a los pelos, los tintes y el baile alrededor de unas cabezas que no piensan, ni de lejos, tanto como la suya.

María amó y mucho, pero se le han ido las fuerzas. Dice que una mujer sola es un portento, una amenaza, una bandera en medio del desierto. No tiene hijos, nunca los tuvo, y sabe que ella empieza y termina en sí misma, y lo acepta como acepta que el tinte a veces sube y a veces no. Y me acaricia el pelo y me llama “mi niña” y “cariño” con cariño. Y uno sale de ahí con ganas de volver a ese fuego encendido que es María, y su pena y su risa floja. Y siempre me pregunta por las chukis, como de pasada, y me habla de ovnis y de temas que no muestra a sus amigos de Canadá ni de Marruecos “porque pensarían que estoy loca. Pero tú no lo piensas, yo lo sé”.
No hay nadie más cuerdo en el mundo que María, ni nadie que acepte tanto su destino. Por eso la frecuento, para enfrentarme con el mío como me enfrento a ese espejo que me devuelve una cara distinta a la que me saluda al despertar. Llena de plata en la cabeza, con un libro en las manos que no leo porque ella me ronda y me interpela, y su danza es un monólogo que escucho en respetuoso silencio. Un espectáculo de soledad extrema desprovisto de compasión y de amargura. Y veo a María tan sola y tan erguida como una vestal que avanza por las ruinas y planta cara a los fantasmas que nadie más ve y nadie más oye, mientras me aclara la cabeza con esmero y canturrea y mira el reloj. Que casi ya es la hora. De volver a casa dormitando, comer restos del pescado y bucear en Internet hasta caer muerta sobre sí misma. El peso de su alma, su edad y su sabiduría de hachazos y de lágrimas. “Vuelve pronto, cariño, que en marzo me opero del riñón y tengo miedo”.

María es el tiempo y la derrota. La mirada sin vendas. El amor universal que no encuentra respuesta, y se hace eco.

(“Y todo ello, dependiente, estrechamente entretejido, todo eso es engañoso. Hay en realidad dos clases de vida. Hay, como dice Viri, la que la gente cree que estás viviendo y hay la otra vida. Es esta otra la que causa el problema, la que anhelamos ver”. James Salter. “Años Luz” (Ed.Salamandra)