Me dispongo a hablar de la autoestima. Eso que se apoya en una delgada línea de precario equilibrio donde normalmente o te pasas o no llegas.

El motivo es que ayer chupé patio del colegio y noté esa desazón familiar que me empuja a huír con la mochila de Minichuki al país de nunca jamás. Lo mejor fue la conversación que tuve con P. Una madre que me cae muy bien porque no idolatra a sus hijos y, aunque se pasa media vida en ese territorio hostil de niños, padres y actividades extraescolares, sigue teniendo cierta visión del mundo exterior.

Me contó que había leído a escondidas una redacción de su hijo  donde la describía: “Mi madre es bajita, tiene el pelo pelicastaño y los ojos a veces marrones y a veces verdes. Es muy fea, pero me quiere muuuuuucho”. La madre no daba crédito: “Pero hijo, todos los niños piensan que su madre es la más guapa del mundo”. Y el hijo: “Ya, pero no es verdad. Hay madres mucho más guapas que tú”. El remate de la historia es que junto a esa redacción había otra donde el niño se describía a sí mismo en estos términos: “Se me dan genial el fútbol y el baloncesto, hago muy bien cono y mates y soy bastante guapo”. La madre se plantea a estas horas si no se habrá pasado de la raya con lo de fortalecer la autoestima ajena.

En casa nunca nos dijeron que éramos guapos o listos. Muy al contrario. Recuerdo que a mi hermano J., un niño precioso, mi madre le decía que era “corriente” para que no se lo creyera demasiado. Yo entraba en la categoría de “listilla” y así los cinco crecimos presuntamente a salvo de cualquier pecado de orgullo o vanidad. A mi madre no la veíamos guapa ni fea. Las madres eran madres. Y mirarse al espejo más de dos minutos estaba penalizado, de ahí que las chicas de la casa dediquemos aún apenas unos minutos a arreglarnos, no sea que Satán venga a recogernos con sus huestes para arder en el infierno.

A las chukis, en justa venganza generacional, se les permiten los espejos y los dramas a costa de su imagen. Mi adolescente pasó un mal rato el otro día por culpa de un grano en la cara. Entendí de inmediato que a los quince años eso es una hecatombe que puede hundir tu confianza las siguientes 24 horas. Intercambiamos una docena de whatsapps a cuenta de dónde estaba la crema milagrosa que pondría fin a esa pesadilla. Le dije: “Hija, tú eres guapa con o sin granos, y cuando te miro a los ojos no veo nada más que a una chica preciosa”. No creo que le sirviera de consuelo, pero sentí que tenía la misión de levantarle su ego maltrecho y prisionero de funestos vaivenes hormonales.

Para terminar, dos amigas guapérrimas fueron el viernes a un concierto de Tonxu, cantautor melancólico y guapo que enamora a las mujeres con su sensibilidad y una guitarra. L, una de las dos, me había dicho que pensaba ir al camerino y ligarse al bello con todas sus armas de seducción. ¿Cómo te fue?, le dije.

-Pues me pasé todo el concierto mirándolo a él y él a mí, intensamente. Yo estaba emocionada, sentía que me estaba dedicando cada tema. Cuando terminó, él dijo: “Maite, te quiero”, a su novia, que estaba justo detrás de nosotras. ¡No te imaginas qué chasco!

Nos partimos las dos de risa ante la situación, pero entonces ella me contó lo mejor: “¡¡¡Las  dos amigas que venían conmigo habían estado convencidas de que él las miraba, lo mismo que yo!!!”

La autoestima permite esos raptos de confianza extrema. Y la clave está en recuperarse del chasco y volver al patio del colegio como una madre ni guapa ni fea. Y soportar el tedio y los balonazos con una sonrisa que siempre es bella.