El mundo está erizado de peligros”, decía Lucia Berlin y me lo cuenta su hijo Mark, autor de uno de esos prólogos que son en sí pura literatura donde el hijo no intenta reescribir la figura de la madre y darle un toque épico, dulzón o justificatorio sino que se nota que la tiene asumida.

(“Ojalá mis hijas me asuman algún día”, se me escapa el pensamiento. O puede que ya sea así y yo muera sin hallarlo en un prólogo brillante como gota de ámbar bajo la lluvia).

Vivir es asumirse y asumir a los que amas y, si encima sabes contarlo como Mark Berlin, fijo que sucede un estallido en algún cielo remoto. La madre libre de alcohol, al fin, y puesta de firmamento cuajado de vibrantes palabras, amor incandescente y necesario.
Interrumpo la lectura bajo sombrilla  de Una noche en el paraíso (Alfaguara) para saborear despacio las líneas de Mark y me tropiezo en una: “Aún así, el hogar siempre era ella”. Hay personas hogar y personas espina. Y muchas otras más que a menudo puedes encontrarte en los relatos de Lucia Berlin (sin acento ambas, aunque los españoles tendemos a hacerla nuestra porque da pedigrí o por ignorancia).
El mundo -convendrás, Mark- está erizado de egos hipertróficos y el egoibuprofeno aún no se ha inventado. El ego -del que no carezco, vaya por delante, y trato de mantener a raya con latigazos de humor contra mí misma- es insaciable y miope. Dos taras que, unidas, te pueden llevar a comer bazofia y a vomitar bilis verdes.
Escribir es una suerte de vómito, me parece. No salpica, y el autor rara vez es escrupuloso. Quien escribe rebusca en las basuras, en los nervios de palabras masticados por otro y siempre encuentra algo que yo llamo tesoro. Una raspa de pescado que se le quedó atravesada a alguien en la garganta y fue escupida luego en estertores. Un resto de amargura. Un coqueteo a medias. Un sobresalto fugaz, inesperado. Una frase en estruendo.
“Te he permitido comerte esa manzana porque sé que estás a dieta, pero me repugna ver comer manzanas. La boca tan abierta, el ruido estruendoso al masticar. Es una grosería”, me dijeron ayer y me sentí avergonzada. “La manzana es la fruta más limpia de comer, más libre de sospecha”, balbuceaba yo, a modo de defensa y sintiéndome una niña pillada en un acto reprobable. “Es la más insípida y aburrida. El personaje anodino de la serie que no decide nada pero llena las tripas de la trama…”.

Mi Bronte se come corazones de manzana como perlas de amor agradecido. A mí me repugna el ruido de cortarse las uñas, el olor a comida ajena en un lugar cerrado cuando yo ya he comido, las miserias humanas que quedan encerradas en el baño y a veces permanecen por descuido.
Devoro una manzana y me embriaga el olor a campo mezclado con polvo de camino, las amapolas rojas que ensangrientan mi paso, la madreselva que reina espesa y poderosa en el patio mezclada con jazmín. El olor del riego al atardecer que ensancha los pulmones. Los restos de aroma de madera quemada en ese cementerio que es ya la chimenea. El sudor de mi perro después de una carrera, el de recién nacidas de mis hijas que nunca he olvidado. El olor a perfume lejano, nada obvio, de almizcle entreverado con piel de algunos hombres…
“La historia es lo que cuenta”, leo a Mark. Da igual si fue real o solo a medias. Y al contarla te quitas una costra, te da la risa floja, decides que ya toca subirte a la escalera y recortar los excesos que el sol y el agua causaron en tus plantas. Y el silencio te acuna y es verano. Y el hogar eres tú, en pura calma.