Mi marido come con buen apetito. Pero no creo que tenga hambre realmente. Mastica, con los brazos sobre la mesa, y fija la mirada en algo que está fuera de la cocina. Luego me mira a mí y desvía la vista.. Se limpia la boca con la servilleta. Se encoge de hombros y sigue comiendo (Tanta agua, tan cerca de casa. R.Carver)

Creo que la historia de cualquier familia, de cualquier grupo social más o menos cohesionado, puede contarse desde la imagen de todos sentados a la mesa. Hule o mantel. Servilletas de algodón o de papel. Copas o vasos. ¿Bajoplatos?  Hay que fijarse en quién preside la mesa, quién atesora la jarra de agua o la botella de vino, cuántas veces se pide el salero o quién se levanta a la cocina a buscar lo que siempre se olvida. ¿La pareja junta o separada por varios comensales? ¿Los niños aparte, en otra mesa, o integrados (en cuyo caso los padres pueden darse por desintegrados)? Hay alguien a quien siempre le toca la pata entre las piernas y hay quien se las arregla para ocupar la silla más alejada de cualquier marrón: llevar al pequeño al baño, poner la cafetera…

Una mesa es un campo de fútbol con varias porterías. Un ring sin árbitro. Un banco de pruebas de los buenos o malos modales. El lugar donde algunos se abren de brazos y despliegan el codo en paralelo al mantel, en una prueba de villanía que los retrata para siempre, mientras otros se encogen para disponer cuchillo y tenedor en paralelo, dentro del plato y con movimientos breves y certeros. Un espectáculo que aprecio como aprecio los relatos de Carver: breves y precisos.

Las Chukis a la mesa resultan deprimentes. Tú las miras y sientes que estás tirando el dinero. Margaritas a los cerdos. Hay una, no daré pistas, que coloca el culo en el borde de la silla y luego se columpia apoyándose en talones y dedos de los pies, como un balancín. Más de una vez ha terminado en el suelo con el plato de sopa a estribor. Esa misma sospechosa habitual inventa mil excusas para interrumpir la cena de tres a cuatro veces. El baño es su perfecto aliado.

La otra, a quien tampoco delataré, suele mantener las manos por debajo de la mesa para que el perro se acerque y olisquee en busca de cariño. Algo natural y reprobable a medias si no fuera porque no tenemos perro. A veces me planteo si esto debería ser objeto de diván: “verá, señor Freud, mi hija tiene un chucho imaginario que le impide llevarse el filete a la boca…”.

Harry, Sally y el orgasmo

Hay mujeres que apenas prueban bocado en su primera cita con un hombre (o mujer). Deben considerar que es poco fino delatar el apetito. Otras y otros evitan los menús comprometidos. Esos que requieren destreza en el uso de los cubiertos. Nada hay tan delator como un lenguado hecho trizas sobre el plato. Y desde luego una cita con alguien que se chupa los dedos es un fracaso seguro, salvo que ambos estéis en un refugio de montaña zampando chuletillas de cordero.

Chupar el cuchillo es un must de la grosería, a dos pasos del palillo entre los dientes. Un gesto, el de horadarse las encías, que sigue viéndose y no sólo en las barras de los bares de pueblo. El hilo dental, me temo, es aún para muchos ese gran desconocido.

El día que pierdes cierta rigidez a la mesa es porque has claudicado con la vida. El otro día una amiga me contaba que su madre, muy educada de siempre, había empezado a eructar en las comidas como prueba de lo bien que había comido. Y además lo comentaba en voz alta: “¡Es que estaba tan rico, hija!”. Esa misma amiga sufre porque su novio repite o tripite plato sin consideración al resto de los comensales, y no levanta la cabeza de un palmo del mantel hasta no dar buena cuenta de la última miga.

Muerte al mondadientes

Recuerdo que una vez leí en una revista femenina un sesudo reportaje que venía a decir: así comes, así practicas el sexo. Pasé los siguientes meses observando a los hombres a la mesa para predecir lo que podría venir después: Había que descartar al ansioso y al que se demoraba en exceso con cada bocado. También al distraído, al que hacía ruidos al masticar y, desde luego, al que sorbía la sopa. Tuve que desintoxicarme de tan perverso ejercicio para evitar el ayuno y abstinencia por los siglos de los siglos.

Toda esta perorata viene a que las Navidades son una estampa de comedor tras otra. En mi caso carezco de vajilla -por mi boda me regalaron “media”, que es un siesnoes perverso con el que siempre quedas mal. Las copas se me rompen tan a menudo que mezclo varias distintas y no tengo servilletas iguales cuando somos más de siete, de modo que ese es el límite para invitados que no sean de confianza. Pero, ahora que caigo, jamás invito a nadie que no sea mi amigo, de modo que puedo seguir tirando sin ajuar…

Tengo abridor de ostras y un pelador de piña mágico que la extrae en perfectas rodajas, pero jamás encuentro un abrelatas digno ni unas tijeras que corten bien. Esta mañana me he cargado el decantador de vino y sin embargo el exprimelimones para mojito sobrevive a todas las batallas. Lo que podría traducirse en que cuido lo absurdo y descuido lo esencial. 

Y aquí me callo, que la mesa podría arruinar mi reputación. Mejor os dejo en manos de Platón y El Banquete. Que habla del amor, no del cordero asado.

“Uno desea lo
que no tiene. El amor es el amor de la belleza, luego el amor no puede
ser bello. Y como lo bello es bueno, tampoco puede ser bueno. Como todos
los dioses son bellos y buenos, Eros no puede ser un dios, pero tampoco
es humano. Es un demonio. Los demonios son intérpretes y medianeros
entre los dioses y los hombres, la adivinación procede de los demonios.
Por una parte no es bello ni delicado, pero por otra parte está siempre a
la pista de lo que es bello, varonil, atrevido, etc. Como la sabiduría
es bella, ama la sabiduría, por tanto es filósofo. El amor consiste en
querer poseer siempre lo bueno. El objeto del amor es la producción y
generación de la belleza. Y también la inmortalidad es su objeto. El que
quiere aspirar a este objeto desde joven, debe amar a los cuerpos
bellos, pero debe amar a todos los cuerpos bellos, y además, debe
considerar al belleza del alma como más importante que la belleza del
cuerpo”
. (El Banquete, de Platón. Intervención de Sócrates)