“En mi vida han chocado al menos dos
tensiones siempre: afán de protagonismo conviviendo con una
contradictoria pulsión radical hacia la discreción; la necesidad de
estar y la de no estar al mismo tiempo, y también la necesidad de
escribir y a la vez la de dejar de hacerlo, y hasta de olvidarme de
mi obra”.

Pocas veces un prólogo es tan
brillante como la obra que prologa. Quien habla de otro a menudo se
ve en la obligación de trazar un meticuloso panegírico, no exento
en ocasiones de exhibicionista erudición. Pero juro que el texto de
Enrique Vila-Matas que precede a “Artistas sin obra. I would prefer
not to”
, de Jean-Yves Jouannais (Acantilado) es en sí mismo una
pequeña obra de arte. Una disgresión agudísima sobre la acción
creativa y sus desvelos. Sobre las zancadillas que el artista se pone
a sí mismo, sobre el pulso a veces agónico de la creación. Las
dudas, la pereza, la sensación de que puede haber obra sin obra, en
la certeza más íntima de uno con su yo. Íntima intimidad. Y que eso que uno piensa
que le pasa solo a él es la desazón de una retahíla de artistas
que protagonizan este ensayo deslumbrante que no he parado de
subrayar desde que cayó en mis manos.
Enrique Vila-Matas

Cuenta Vila-Matas que Pepín Bello,
inspirador de la Generación del 27 y amigo de Dalí, Buñuel o
García Lorca
, uno de esos artistas sin obra, “tenía de la
literatura una concepción tan ideal que nunca pudo concebir que un
hombre, fuera el que fuera, pudiera un día tener el genio de darle
forma”
. A menudo el respeto se confunde con pavor, con cobardía. Y
puede que lo sea. Pero más a menudo aún se dan esos otros casos de
incontinencia literaria, de contar algo porque se nos ocurre (y
entonaré de antemano un mea culpa) y no porque ese algo merezca ser
contado. La verborrea es un estilo de diarrea más limpio pero
igualmente pestilente, me parece.

Vuelvo al libro, contagiada del pudor
de su prologuista. Descubro alborozada a la comunidad “shandy”,
de la que no había oído hablar. “Una improbable sociedad secreta,
que de hecho es una comunidad espiritual y reúne a artistas como
Marcel Duchamp, Walter Benjamin, Picabia, Max Ernst…entre otros. ¿El
nexo común? Aparte de cierto grado de locura, se fijan dos
requisitos indispensables: que la obra cupiera fácilmente en una
maleta y que funcionaran como una máquina soltera. “Espíritu
innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos (…)
cultivar el arte de la insolencia
”. Me enamoro de todos ellos de
inmediato.
Rigaut, uno de esos autores sin obra,
lo resume en una frase tan certera como el tiro en el corazón con el
que se quitó la vida:”Sólo una cosa nos pertenece: nuestro
deseo”
.
Tengo amigos que hace tiempo que sólo
leen ensayo y empiezo a entender el porqué. Esa excitación
intelectual de reconocer en un pensamiento ajeno una intuición sin
palabras que es un faro luminoso hacia otros mapas. El
genio de otros, el reconocimiento jubiloso de la capacidad del ser
humano excepcional para tender puentes. El fin de la arrogancia. Y
aquí el autor parafrasea a Pessoa:
“Cada uno de nosotros tiene quizá
mucho que decir, pero hay muy poco que decir sobre ese mucho. La
posteridad quiere que seamos breves y precisos. Faguet dice
excelentemente que a la posteridad sólo le gustan los escritores
breves (…) Ningún hombre debería dejar veinte libros distintos a
no ser que pueda escribir como veinte hombres diferentes”.


Pido disculpas por esta profusión de
robos parafraseados a mano armada, pero el librito, que apenas supera las 150
páginas, está lleno de profundas reflexiones y de menciones a
autores que ya necesito investigar. De esos que te hacen preguntarte
cómo has podido vivir sin saber de su existencia o sin haberte mecido entre sus brazos. Y sobre todo pido
perdón a Vila-Matas, escritor al que me ha costado digerir como
novelista pero no como pensador y agudo expositor de ideas luminosas.
Creo que si hay en este libro una clave para explicar el impulso
íntimo y salvaje hacia la creación
, y cuándo sucumbir a ella
habiendo amordazado previamente a la vanidad, la pobreza intelectual,
la explosión futil de palabras, es ésta y es suya:
“Hasta que un día comencé a tener
nostalgia de la obra no realizada”.
Es posible que uno deba escribir sólo cuando empiece a
sentir nostalgia de la obra no realizada. Nunca antes. A lo mejor se trata de eso.