Mi querida Big-Bang;

Me pide una amiga de ultramar que escriba algo sobre la mujer trabajadora y el 8 de marzo. A mí, de toda la vida, me dan un tema específico para que haga una redacción y lo bordo (autoestima, lección 2). Pero sí el tema ronda el territorio de un colectivo concreto, puedo granjearme enemigos con suma facilidad.

He crecido en una familia numerosa donde a cierta edad, los nueve años, las chicas hacíamos la cama y la cocina como tareas domésticas, y los chicos sólo la cama. O sea, mi madre era superparitaria. Yo maldecía cada mediodía mi condición de mujer, mientras lanzaba con rabia los platos contra el lavavajillas ahogando un bostezo siestero y mirando de reojo el reloj para poder gritar: “lo siento, mamá, pero me tengo que ir al cole”.

En mi primer trabajo, todo eran hombres. Quiero decir que todos los jefes eran hombres. Y luego había mujeres que se ponían de puntillas para destacar y lograr algún punto, con éxito desigual. Las más exitosas, curiosamente, habían hecho suyos los gestos, arbitrariedades y horarios superlativos de ellos. A mí me pusieron de adjunta de un tipejillo con bigote que se divertía fingiendo que hablaba con sus amantes para comprobar cómo me ponía colorada. De vez en cuando subía uno de los dueños de la planta de administración y contaba a voz en grito los chistes más obscenos que he escuchado en mi vida y escucharé. Algunos de mis compañeros le reían la gracia. Yo fingía estar concentradísima en un papel en blanco y esperaba que el sátiro decidiera abandonar su territorio tras mear sobre él y sobre todos nosotros.

Eso no quería decir que llegara la paz a la oficina. Porque el rey león del lugar era un tipo que se excitaba recorriendo nuestras espaldas para soltarnos el sujetador entre carcajadas. No, a mí no llegó a hacérmelo, pero sentía su presencia detrás y me estremecía, colorada como un gusiluz, mientras ni uno solo de mis compañeros salía en nuestra defensa. Demasiada testosterona de la mala, imagino.

Un día el rey León me llevó con él a unas jornadas en calidad de chacha asistente. Recuerdo una comida muy solemne donde sentamos a gente importante (hombres de nuevo) que intervendrían en los debates. De repende, aquel tipo se quitó el zapato izquierdo y empezó a acariciarme con sus pie por debajo de la mesa. Yo me bloqueé, sentí cómo el corazón se desbocaba y no era capaz de tragarme el soufflé de queso. A mi derecha se sentaba un alto cargo de la universidad. Un tipo gentil, educado y sumamente dulce al que me volví suplicándole en voz baja: “por favor, mi jefe me está tocando por debajo de la mesa. Ayúdeme”. Él, de inmediato, me cambió el sitio con una excusa y yo pude respirar, pero no probar bocado.

Yo tenía poco más de veinte años y he esperado otros tantos para volver a aquel lugar donde aprendí un oficio y aprendí que muchos hombres campan por la vida como un tanque por el mapa europeo del siglo XX. Olvidé decir que también había un viejo verde de manual, cuyas funciones reales estaban desdibujadas pero a nadie parecía importarle. Era el más inofensivo. Y había un jefe arisco pero sensible que una vez lloró con un texto que escribí sobre una unidad de paliativos. Aún quiero a ese hombre. Me dio alas, me sacó de las fauces del bigote patético y me defendió frente al rey León no sólo para que mi sostén quedara intacto en su sitio, sino para que yo tuviera un sitio en esa selva. Además de no vengarse cuando le dije, al parecer: “tú lo que eres es un agresivo-pasivo”.

Podría seguir contando mis raíces de mujer trabajadora. No quiero olvidarlas, para no contribuir a que se repitan. Reflexionando me doy cuenta de que los hombres de mi vida siempre han sido colaboradores. ¿Y las mujeres de mi vida? Valientes, brillantes, decididas y no siempre exitosas. Me cuesta, y tal vez sea de diván, admitir la paridad como una regla inalterable. Me cuesta a ceptar que una mujer pueda ser promocionada por ser mujer, no por ser la mejor candidata. Pero a veces, cuando despunta una en un consejo de administración de empresa de las duras, en un gabinete de gobierno o en la junta de vecinos, no puedo evitar sentirme orgullosa. Y pensar, también, si alguna vez alguien tiró de su sujetador para avergonzarla en público.

Como sé que detestas que no termine mis historias, te diré que el rey León murió hace un año en circunstancias violentas y misteriosas. La televisión y sus programas más sensacionalistas dieron buena cuenta de su final, dramático y morboso. El tonto del bigote trabaja en sitios de serie B y acude a algunas tertulias donde opina de la nada. El sensible es director, imagino que duro, imagino que justo…

…Y yo he aprendido que si tienes veinte años y un jefe chungo no debes sentarte jamás a una mesa con mantel largo. Eso y muchas otras cosas más.