Mi querida Big-Bang:

Por algún motivo que se me escapa, uno nunca sospecharía de una embarazada que entra a robar a unos grandes almacenes. La tripa concede un estatus de inocencia absurdo, porque bien mirado un cuerpo preñado tiene muchos más recovecos donde esconder la mercancía.

Tampoco, hasta hace unos años, la figura de un cura con un niño de la mano levantaría suspicacias. Una sotana más unos calcetines blancos igual al coro del colegio. O no. Porque con tanto pedófilo suelto entre el clero la visión cuasicelestial se ha teñido de sospecha. Dejad que los niños se acerquen a mí. Ni de broma, señor cura.

Vale, no todos son así. Si me supo al andén de los argumentos convencionales contaré que he conocido curas entregados, fieles a los mandatos de la Iglesia, generosos y sacrificados. Amigos de los niños que no abusan de los niños. Por supuesto. Pero también los he conocido con fama de puteros, borrachines, glotones y perezosos. O sea, un cura no es mejor que nadie por escuhar los pecados ajenos. ¿Tampoco peor? Depende.

El dichoso celibato. La represión de los deseos que algunos prefieren llamar sublimación. Las miradas por debajo de la falda. El oremus. La sacristía como refugio de almas atormentadas, inadaptados sociales que encuentran en el grupo un lugar de esparcimiento y desahogo. Los parroquianos que despellejan a los que se divorcian mientras ponen los cuernos a sus mujeres. Las monjas malas que pegaban pellizcos por debajo del uniforme y nos hacían dudar. ¿Puede ser una monja perversa? pensaba en mi inocencia con estupor. No, una mujer con toca y zapatos horribles no puede joder a una niña pequeña. Como una embarazada no puede robar sortijas en los grandes almacenes. ¿O sí?

En nombre de dios habéis destrozado a muchos niños y a mí no me sirve que el señor papa musite un perdón liliputiense mientras con la otra mano ventila una encíclica contra el mal de los tiempos, como si con él no fuera la cosa. Si los que hacen el inventario de los pecados pecan y maltratan niños, habrá que abolir su autoridad a base de abandono, de outing, de prisión, de desdén y de furia.

Ahí fuera hay una generación de niños que se fiaron de vosotros, que pasaron miedo, que hicieron las repugnancias que les pedisteis. Que han estado llorando sin parar, pero ya adultos les ha dado vergüenza contarlo. Que se han sentido culpables, que no han podido tener relaciones sexuales sanas, que no se han atrevido a amar. Qué dolor. Qué hipocresía.

Espero que ardáis en ese infierno que pretendéis que temamos.

Y, por cierto, conocía a una embarazada que se ponía las botas a robar.