Verano Azul

Mi hermano I. propone como derrama la construcción de una habitación del pánico en la casa familiar que compartimos los fines de semana estivales. Un campamento hippie que se llena de niños y cervezas todos los meses de junio, y que apenas iniciado agosto abandonamos todos para huir a otras tierras.

Antes, toca remozar alguna pared, arrancar hierbas a destajo o, como ha sido el caso, pintar las rejas de las ventanas en color verde mayo. ¿Que qué verde es ese, si estamos en junio? os preguntaréis. Pues un verde trasnochado de mes que convierte una valla de cementerio en la puerta de la feria de Sevilla minutos antes del encendido de faroles.

La familia que pringa unida, permanece unida. Y mis hermanos llevan tres semanas de fraternidad incestuosa, a la que me he sumado demasiado tarde porque ya se sabe que una divorciada en verano es un tren para arriba, un avión para abajo y maletas que se hacen y deshacen para que las chukis puedan tener un verano repartido de afecto y pleno de experiencias multiestimulantes.

Cuando éramos pequeños el chalecillo hippie era nuestro verano y a ninguno nos parecía mal. Cada mañana salíamos en la bici, como nuestros héroes de la serieVerano Azul“, regresábamos a comer y volvíamos a escapar no antes de las cinco de la tarde (ahí la carcelera madre era inflexible). La vida eran kilómetros de pedaleo y la siesta un engorroso trámite que, sin embargo, hemos terminado por abrazar como el mejor de los dones adultos.

Hoy los padres nos hemos vuelto idiotas y consideramos que nuestros hijos tienen que tener un verano Disney. Trepidante, con una fase que incluya el aprendizaje del inglés (o el alemán, si eres un padre moderno y lees la prensa), un campamento urbano, piscina o charca para que no suden y actividades a titiplén no sea que se aburran y nos molesten.

Mis hermanos y yo nos aburríamos hasta el paroxismo, pero eso formaba parte de aquellos veranos de tres meses donde el plato fuerte era una escapada a la playa, un campamento en Santo Domingo de Silos donde recuerdo haber puesto patatas en el palo de la tienda para que un mal rayo no nos empalara, y algún viaje en avión con mi superabuela, que incluía inevitables desencuentros pero la certeza de que nunca se nos iba a olvidar, como así ha sido. (Luego, ya universitarios, pasábamos dos semanas en la cárcel de Burgos con los presos -mi hermana y yo con las presas- y nos parecía lo mejor del año aunque nuestros amigos nos miraran como a frikis sin otra cosa mejor que hacer que conversar con desesperados y yonquis, pobres diablos para los que el verano y el invierno se dintinguían por las horas de patio y libertad)

La habitación del pánico que propone I. es un lugar a salvo del olvido, ahora lo entiendo. Un rincón lleno de fotos familiares donde los veintitantos iremos repasando quiénes fuimos y por qué verano tras verano seguimos prefiriendo la mutua compañía que cualquier otro planazo. Y nos va la vida en que nuestros hijos lo aprendan y lo transmitan. Y sigan juntándose con la excusa de que hay que cargarse el aligustre o reponer las sillas de un porche donde pasamos horas haciendo ejercicios de matemáticas el año aquel en que me enamoré y el tiempo era laxo como mis manos garabateando el resultado de una ecuación. Justo antes de tirarme de cabeza a la piscina.