Guardé un artículo de prensa sobre los antimodernos, esos a quienes la vanguardia musical estigmatizó por reaccionarios, por componer según los patrones vigentes desde el Renacimiento. Stravinski, Britten o Sibelius demostraron que se podía ser moderno actualizando la tradición.

Es decir, lo que hacen una y otra vez los diseñadores de moda sin que nadie los dilapide socialmente.

La intransigencia es común a todos los movimientos modernícolas. También a los reaccionarios, lo que prueba esa máxima popular que asegura que los extremos se tocan. Y si no que se lo digan a Alexis Tsipras, que ha pactado con la ultraderecha para conseguir hacer un corte de mangas a la política de austeridad.

Que viene a ser como pactar con Jack el Destripador porque te gusten los callos y entresijos.

A mí observar a los modernos me vuelve loca, como sabéis. Y me alegro de compartir criterio con ese señor llamado Compagnon, que en su ensayo “Los antimodernos” escribió: “Se parecen a las víctimas de la historia (…) Todavía tendemos a verlos más modernos que los modernos y que las vanguardias históricas: en cierto modo ultramodernos, presentan hoy un aspecto más contemporáneo y cercano a nosotros, porque estaban desengañados. Nuestra curiosidad por ellos ha ido en aumento con nuestra suspicacia posmoderna hacia lo moderno”.

El desengaño es un trampolín hacia la transformación, una vez desprovisto de la inevitable hiel. La suspicacia, un freno ponzoñoso que nos deja esa mueca acre del que se reserva el veneno del rencor para la ocasión precisa. Prefiero, de largo, a los espíritus desengañados siempre que hayan aprendido. Mi último desengaño me ha hecho ver que hay que seguir confiando en los demás, pero retirarse antes. Justo ese día en que ves que te han llenado la casa de puertas con cruces donde te está vetado el paso. Este es el espacio disponible, guapa. Si no te mueves de aquí, si no pides más, serás feliz en mi reino.

Sibelius

Pero a mí me prohiben algo y saco el gorro de explorador y la linterna. Como los adolescentes.

El modernícola tiende a mirar con menosprecio al que no forma parte de su grey. Debe ser muy desazonante intuir que ahí fuera puede haber verdades que cuestionan las leyes frágiles de lo que se lleva. Eso tan volátil que él (o ella) tratan de apuntalar con la patilla izquierda de su gafa de pasta. El conservatícola, por contra, ni siquiera se asoma al  otro mundo porque la soberbia le dice que es dueño de la verdad absoluta. Esa que no se ha cuestionado por siglos y que pervive como los collares de perlas de dos vueltas o el twin set. Un look tan aburrido como fácil de llevar.

Me gustan los que se equivocan con la ropa que se pusieron de mañana y defienden su torpeza hasta la noche. Encuentro cobarde alicatarse de prendas neutras y caras para sobrevivir en la pasarela de la calle. La moda modernícola consiste en camisas de cuadros de leñador que cuestan 200 euros y chaquetitas de punto de abuelo por no menos de 100, a juego con jeans y deportivas nórdicas, por ejemplo, y andar tan desafectado y lánguido que, si lo miras con atención, es pura pose de pasarela.

No hay nada menos espontáneo que un modernícola. Ni más banal.
No hay nada más aburrido que una conservatriz.

Lo más divertido de todo es que un modernícola y un tradicional pueden llevar el mismo atuendo. Sólo les diferencia la intención, eso que no se huele ni se ve, salvo que seas una cotilla irredente que recorta artículos para reforzar sus intuiciones o para entretener la marea baja que dejó el desengaño. Sin muecas de asco. Libre como una sinfonía de Sibelius de esas que denostó Adorno. Por antimoderno.

A lo que el compositor finlandés respondía: «No presten atención a lo que los críticos dicen. Nunca se ha levantado ninguna estatua de un crítico».

Pues eso.